El follón de las esculturas
Rosa Belmonte
CARAVAGGIO no se portó bien toda la vida. Indro Montanelli parece que tampoco. Por suerte han pintarrajeado una estatua del periodista italiano en Milán y no un cuadro. Bastante tuvimos con la «Natividad» que la mafia arrancó con una cuchilla de Palermo (sustituida por los españoles de Factum Arte con una copia digitalizada). Montanelli no ocultó que a los 26 años tuvo una concubina llamada Destá, y comprada a su padre, cuando estuvo en Etiopía como soldado voluntario bajo la ocupación colonial (fascista, por supuesto). Y claro que entendió «la injusticia y el anacronismo» de esa relación. La joven luego se casó con un ordenanza eritreo con el que tuvo tres hijos. Y al primero le puso Indro. Pero qué razón tiene Woody Allen cuando dice que como no cree en el más allá, lo mismo le da ser recordado como director de cine que como pederasta.
Antonio Machado, calienta, que sales. Cualquiera con media lectura sabe que el poeta se casó con Leonor Izquierdo cuando esta tenía 15 años (la conoció a los 14) y él 34. La boda se celebró en la iglesia de Santa María la Mayor de Soria (Machado era profesor en la ciudad) y al salir de la iglesia un grupo de personas se estuvo burlando de la pareja. El matrimonio se fue a París en enero de 1911 con una beca del Ministerio de Instrucción Pública. Pero en julio Leonor vomita sangre y le diagnostican tuberculosis, así que vuelven a Soria. Muere el 1 de agosto de 1912 (en abril, Machado había publicado «Campos de Castilla»). Los años más felices en la infeliz vida del poeta fueron esos en Soria con su niña Leonor.
Qué decir de André Gide y Gil de Biedma. No por la provocación de Houellebecq de que toda homosexualidad es pederastia, sino por lo que ellos mismos han revelado en sus diarios. Gil de Biedma contaba haber acabado en la cama con un niño de «unos doce o trece años». Trapiello, en su trifulca con Gimferrer por el asunto, pidió a este que explicara si le parece bien que se prostituya a los niños sólo porque son de Filipinas, o bien porque quien lo hace es nada menos que de Barcelona. Hay una carta de Truman Capote a John Malcolm Brinnin desde Taormina (Sicilia) en abril de 1950: «Gide vive aquí. Se pasa las tardes enteras en la barbería dejando que niños de diez y doce años le enjabonen la cara. Ha causado escándalo, pero no porque le guste llevarse a los niños a casa, sino porque sólo les paga doscientas liras (20 centavos)».
Estoy viendo «Siete novias para siete hermanos» sin parar porque cualquier día la comparan con los secuestros de niñas por Boko Haram, aunque estos ni bailen ni vayan de colorines. Mujeres lives también matter. Pero la ciclista Lourdes Oyarbide es una «española de mierda» en Álava por llevar su maillot del campeonato de España (con bandera de España). Que luego Bildu denuncia la violencia racial y la represión vivida en Estados Unidos. Teresa Rodríguez se ha unido al coro de los que quieren desmantelar estatuas de Colón. Además del musical de Stanley Donen, he visto «El fascista, doña Pura y el follón de la escultura» (1983), de Joaquín Coll Espona, que en 1978 también había hecho «El fascista, la beata y su hija desvirgada». Una fijación con los fascistas como la de ahora. En la de doña Pura, los mandamases de un pueblo encargan una escultura de Franco a caballo tras la muerte de este para homenajearlo. Cuando ven que España va para otro sitio, tiran el caballo y lo que pueden de Franco al pantano (uno que había inaugurado él). Al final erigen un monumento a la democracia que consiste en una tía buena encima de una tortuga.