SOBRE Barcelona se ha abatido un frío que parece el invierno de nuestro descontento. Aparecen, prematuras, algunas decoraciones navideñas, como si las rutinas estacionales de la ciudad se resistieran a quedarse atascadas junto a tantas cosas sometidas al sabotaje independentista. Las propias elecciones, que son también rutina en una democracia que, por más que existan políticos que creen estar fundándola, ya perdió la pátina de la excepcionalidad, se anuncian en Cataluña amenazadas por el matonismo independentista al que jalea, en lugar de moderar, su extensión institucional. Ese nacionalismo puede lograr, en algunos ámbitos endogámicos de Tractoria, que el mero reflejo ciudadano de acercarse a un colegio electoral el próximo domingo adquiera un matiz heroico que no debería existir en ninguna nación europea del siglo XXI.
La inauguración violenta del fin de semana electoral corría el riesgo de producirse en la ladera de Montjuic, donde los CDR habían convocado para intervenir en el cierre de campaña de Pedro Sánchez y el PSC. Frescas las imágenes de los invitados a la entrega de los premios Princesa de Gerona que fueron escracheados y presentaban salivazos en los trajes, era lícito temer que el mero acceso a las dependencias de la FIRA pudiera hacerse bajo condiciones inhóspitas. No fue tal. La convocatoria de los CDR dio para poco, apenas unas decenas escuálidas de militantes que coreaban consignas sin pasión y pasaban frío en la calle Ríus y Taulet, y que de hecho se retiraron antes incluso de que llegara el presidente Sánchez. Los efectivos de los Mossos, que llevan semanas soportando presión en una auténtica guerrilla urbana, esta vez ni siquiera necesitaron ponerse los cascos. Llevaban las bragas subidas hasta los ojos, pero más debido al frío que a otra cosa. El propósito de reventar el mitin quedó en nada.
El cierre de campaña socialista tuvo lugar en un ambiente que no quiso ser multitudinario. Una cosa diferente de las plazas de toros que revientan en los grandes alardes partidistas. El escenario era una isla rodeada de un público apacible y con una media de edad bastante alta. En esta época inflamada, en la que todo se ha vuelto señalamiento de enemigos del pueblo, parecía un ambiente pensado para diferenciarse siendo didáctico, a lo cual contribuyó la intervención sosa y profesoral de Manuel Cruz, que en los discursos sí cita: osciló entre Sandro Pertini y la Revolución Francesa para arrogarse para el socialismo español todas las virtudes evolutivas arraigadas en el acervo intelectual de Occidente. A la libertad y la igualdad jacobinas, entendidas en un equilibrio que no requiere renunciar a una en favor de la otra, Cruz añadió la palabra Esperanza, como si estuviera interviniendo en una charla de autoayuda para personas reunidas en una terapia de grupo. El PSC, incluso cuando Iceta se pone enérgico y gritón como un disc-jockey intentando levantar una boda en la que nadie quiere bailar, da una impresión triste y solitaria, condición a la que acaso lo haya arrastrado su voluntad de ser un personaje tercerista en unos tiempos bipolares que exigen significarse con un bando o con el antagónico.
Borrell, el jefe de la diplomacia europea, pareció reencontrarse consigo mismo en su intervención, a la que dotó de melancolía por el hecho de mentarla como su despedida de los mítines. Hizo un excelente discurso antinacionalista en el que casi se le notaba alivio por volver a ser el orador inequívoco de la epifanía constitucionalista en Layetana y no el ministro elusivo, achicado, que debía guardar silencio mientras Sánchez maniobraba para coquetear poder con los independentistas. Vindicó mentalidad europea, añoró el 92 catalán –qué degeneración la traída por el nacionalismo– y rindió un homenaje a los descendientes de inmigrantes que contribuyeron a levantar Cataluña y ahora se encuentran sometidos a la coacción de que o abrazan el credo independentista o los expulsan entre desprecios supremacistas. Se dio el gusto de hablar como un prócer mientras Sánchez, obligado a entrar en la contienda electoral, reavivó el «miedo al facha» y, pese a todos los fracasos que ya arrastra y a sus devaneos fáusticos con los enemigos del 78, del orden constitucional y de España, se postuló como única solución posible para esta era turbulenta. Pobre España si su única solución es Sánchez. O cualquiera de los otros.
Pedro Sánchez, en el cierre de campaña del PSOE en Barcelona.