Ocupar una plaza de una especialidad que no se ha ejercido en 30 años es legal, pero indica lo poco relevantes que son los conocimientos y los méritos académicos. Estas usanzas son las que nos llevan al furgón de cola
José Luis Puerta
Todos los países que son algo en el mundo mantienen sus universidades con impuestos para que los más preparados impartan sus conocimientos e investiguen, y sus graduados puedan acceder al mercado laboral. Rubalcaba obtuvo una plaza de profesor titular, mediante idoneidad, en 1984. Época en la que, por cierto, ya estaba más preocupado por la política que por los enlaces del carbono. Lleva, pues, 30 años sin ver una poyata, por lo que cuesta aceptar que este político reúna hoy la preparación exigible a un profesor de Química en una universidad europea del siglo XXI.
Se dirá que es legal que ocupe ese puesto, para eso sacó su plaza en propiedad. Pero es esta respuesta —legalmente inapelable— la que nos lleva al busilis del asunto: tenemos una universidad en la que los conocimientos y los méritos académicos son poco relevantes frente a la antigüedad y otros privilegios y usos. Como, por otro lado, sucede en otros ámbitos de lo público. Baste recordar el reciente caso de la exconsejera de Sanidad de Extremadura, del que ha informado este diario (24/02/14). Sin entrar en juzgar si apañó o no su oposición antes de dejar la consejería, lo que resulta inaudito es que una cirujana que ha estado en puestos burocráticos durante casi siete años pueda ocupar, acto seguido, una plaza de cirugía general en un hospital. Aunque la ley lo permita, ni el primero parece el más idóneo para enseñar Química en una facultad ni la segunda para operar, por muy bueno que fuese su examen teórico. ¿Se subiría usted a un avión pilotado por alguien que lleva años sin volar pero que se ha aprendido el manual de memoria?
Como nos enseñó Ortega en La misión de la universidad, si estuviéramos ante abusos, estos tendrían “escasa importancia. Porque una de dos: o son abusos en el sentido más natural de la palabra, es decir, casos aislados..., o son tan frecuentes que... no ha lugar llamarlos abusos... sino resultado inevitable de usos que son malos”. Y tan malos son los usos de la universidad española que han convertido en algo habitual la figura del candidato oficial para las plazas en liza, costumbre que disuade a muchos de concursar; o impiden la instauración del Hausberufungsverbot (“prohibición de promocionar a los que han estudiado en casa”), tan extendida en los países anglosajones. Instrumento que no solo yugula la endogamia, sino que estimula la movilidad entre los que pretenden hacer carrera académica (la inmensa mayoría de nuestros profesores, el 90% o más, lo son en la institución donde leyeron su tesis doctoral), les ilustra sobre cómo se investiga en otros centros —no todo está en los libros— y les introduce en el circuito internacional de su especialidad. Con todo, el pecado capital de la universidad española es su legendaria inhabilidad para encontrar su misión y articularse en el contexto social y económico del país y del mundo (hoy globalizado).
El reciente y macabro espectáculo del Departamento de Anatomía II de la Complutense, además de abundar en lo dicho, constituye una transgresión inaceptable del código ético que debería regimentar la universidad y un pésimo ejemplo de impunidad. Si esto hubiese sucedido en Reino Unido, Suiza o Japón, es fácil imaginar dónde estarían el rector, el decano y los anatomistas (al margen de lo que luego pudieran dictaminar los jueces), y cuál hubiese sido la reacción del claustro de profesores y los alumnos. Aquí sencillamente han hecho un mutis.
La primera que tiene que respetarse a sí misma y dar pruebas de que cree en los valores académicos y morales, que la vienen inspirando desde el medievo, es la propia comunidad universitaria. Es encomiable que profesores de prestigio y miembros de varias academias llamen la atención sobre la importancia de la universidad, la ciencia y las humanidades, o denuncien las consecuencias de unos recortes presupuestarios drásticos, súbitos y arbitrarios. Nadie cuestiona esto. Sin embargo, harían un gran servicio a sus instituciones y a ellos mismos si, superando el espíritu de cuerpo, también se pronunciaran acerca de las dañinas usanzas que las gobiernan, y las injustificables situaciones que amparan.
Pero sucede que países faltos de nuestra antiquísima tradición académica —como son Corea, Singapur o Arabia Saudí— tienen a alguna de sus universidades entre las 200 primeras del mundo (ranking de Shanghái, 2013). España, ni una. Aunque podemos celebrar que Brasil, México y Argentina, donde fundamos estas instituciones hace siglos, cuenten al menos con una en ese grupo. Sin entrar a explicar por qué nuestras escuelas de negocios, que no son instituciones oficiales, sobresalen en todos los rankings (The Economist, FT o Forbes).
Desde hace más de 100 años, 681 científicos han sido distinguidos con un Nobel de Medicina, Química, Física o Economía, o una Medalla Fields (el Nobel de Matemáticas). Solo un español ha conseguido tal galardón, Cajal. En cambio, Argentina ha logrado dos y medio (Houssay, Leloir y Milstein, éste tenía doble nacionalidad cuando recibió el reconocimiento); entre los egresados de la Escuela Normal Superior de París, esa isla del sistema universitario francés, se contabilizan 12 ganadores de un Nobel y 10 de una Medalla Fields (en total se han otorgado 53); por la Politécnica de Zúrich (fundada en 1885) han pasado 21 laureados y por el Caltech (fundado en 1891) otros 31. Ejemplos que sirven para recordar que el llamado efecto Mateo es implacable —“porque al que tiene se le dará más y tendrá en abundancia, pero al que no tiene se le quitará aun lo que tiene” (M:13,12)— y que, infelizmente, no pertenecemos al grupo de la abundancia.
Y la mala noticia para el final. Si alguno de esos 680 galardonados hubiera pretendido una plaza en nuestra universidad, su peculiar forma de gobernanza lo hubiera impedido. La misma que, por ejemplo, le impide al doctor Pérez, tras 30 años de experiencia política en primera fila, regresar como profesor a una facultad de Políticas o Sociología, en vez de la farsa (legal) que supone su vuelta a la de Químicas. Pero cambiar esto significaría traicionar el castizo e inspirador lema que alienta a todo el sistema educativo español: ¡defendella y no enmendalla!