Los recovecos del Camino● El autor analiza la crisis de valores en la sociedad actual y la ira que florece ante la falta de referentes éticos
● Señala el valor del peregrinaje a Santiago como experiencia vital y filosófica en esta Europa desnaturalizada[table][col]
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ESTAMOS VIVIENDO una situación de desorientación propia de una época que ha perdido los ideales y valores que servían de respuesta al
¿para qué? de la vida e iluminaban el actuar del hombre. La realidad ha sido transformada por la técnica sin que las ideas, las personas y las instituciones se hayan adecuado a la misma velocidad. La técnica creció sin sustancia, sin alma. Y lo malo no son los cambios, sino que el hombre no los pueda seguir de manera adecuada.
El fruto de todo ello ha sido el nihilismo, que ha sembrado la sensación de vivir sin raíces en el aire. Max Weber saludó este nuevo espíritu de la modernidad con la palabra
desencanto. Las gentes empezaron a nadar sin rumbo en un mar agitado y de corrientes subterráneas dejándose llevar por la
hybris, esa suerte de falta trágica en que incurren algunos de los principales personajes de las tragedias y que podría traducirse por
obcecación o ceguera causada por la jactancia y la altanería de quien se impone a sí mismo las normas de conducta.
En virtud de la desproporción y el exceso se traspasan los límites de la razón y de la prudencia, olvidándose la condición humana. Esta obnubilación impide una prudente comprensión de la complejidad existencial del ser humano, un adecuado discernimiento entre la doble ley divina y humana, entre la ley clara y la ley oscura propia del mundo de las sombras. [/table]
La violencia callejera de los radicales, los
okupas, las maras, los hinchas que atacan al enemigo, los grupos antisistema que arrasan con todo allá por donde pasan; la corrupción de algunos políticos aprovechando la confianza que le han otorgado los ciudadanos; la devoción con que veneran miles de personas los objetos en los supermercados; el consumo desaforado y sin límites que convierten las calles en desfiles de seres obesos; los programas basura de la televisión; los nacionalismos radicales... Todos estos ejemplos son, en diferentes grados, manifestaciones de la
hybris.
La
intelligenza ha tratado de poner remedio a este vacío de normas a través del arte –hasta el punto de decir que
ética es estética– y del conocimiento. Algunas de las corrientes que defienden que en el conocimiento está el remedio al nihilismo se identifican con los gnósticos –la gnosis, el conocimiento absoluto e intuitivo de la divinidad, salvaría según ellos a quien la recibe– y con el pelagianismo –el hombre se salva por sus propias fuerzas–.
Son los filósofos del pensamiento débil los que han elegido la conciencia nihilista como horizonte. El pensamiento débil renuncia a los esquemas interpretativos de la tradición filosófica occidental, arruinados y puestos fuera de servicio por la crisis de la metafísica, porque afirman la unidad de la irreductible diversidad de la realidad y quieren anquilosar el fluir del mundo.
Una cierta teología va en esta misma dirección. La
kénosis de la que habla San Pablo es el estado espiritual necesario para dejarse ganar por Cristo y para poder reflexionar sobre Dios. Desde el punto de vista cristiano, el nihilismo puede servir para describir la
kénosis, que tiene como ideas fuertes y centrales la fraternidad, la caridad, el rechazo de la violencia, el amor, la humildad. En el sentido paulino, el nihilismo sería un camino para la personificación y la aceptación del misterio de la encarnación, sobre el que los cristianos deberían meditar mucho más de lo que habitualmente lo hacen. Pero en lugar de someterse a estas soluciones globales y definitivas, la teología, como la filosofía, debería aceptar la complejidad de la realidad.
Sartre dijo que «el hombre es una pasión inútil». Camus, en
L´homme revolté (1951), presenta la actitud de la rebelión como única virtud practicable para rescatar al hombre del absurdo y la inutilidad de la vida. La teología de la liberación, que nace de la reacción de los cristianos contra una situación estructuralmente injusta, podría considerarse como una manifestación de rebeldía. Sin embargo, la reacción de muchos cristianos, especialmente en Latinoamérica, que en nombre de la fe han tomado las armas, cabría calificarla de expresión de la
hybris.
Las masas, en el sentido de Ortega, víctimas del nihilismo que flota en el ambiente, buscan por su cuenta escapar del vacío y dar sentido a su vida. En la actualidad, muchas romerías tradicionales en honor de alguna advocación de la Virgen o de algún santo perdieron afluencia de devotos, pero surgió con entusiasmo otra clase de romeros que rigen y ajustan sus movimientos al calendario de conciertos de música clásica, de las actuaciones de su cantante preferido, de un torero en boga o de los partidos de su equipo. Algunos romeros de este tipo recorren el mundo siguiendo a sus ídolos. Los estadios se han convertidos en verdaderos santuarios a los que acuden millones de peregrinos. La juventud española busca, con el botellón, llenar un vacío que le han dejado las fiestas de otrora.
La esencia del camino no es el trayecto, en el sentido de un alejamiento o de una distancia entre dos puntos, sino que es determinada por la búsqueda del final y por lo que a lo largo del recorrido se vaya descubriendo. El camino desvela las riquezas, las contradicciones, los sinsabores y las dichas de la vida, y la belleza y la fealdad de la naturaleza. El camino ilumina al viajero con lo que le va mostrando y así se convierte para él en una experiencia viva, reverencial e interior. Caminar es abrirse a aquello que viene a nuestro encuentro. La vida se revela en los acontecimientos, montes que rompen el tiempo y marcan la existencia de las personas.
EL CAMINANTE se encuentra con una serie de símbolos, de mojones que señalan su dirección y su destino, referentes de su existencia. El camino es un acto de contemplación, como un despojamiento. El mirar muestra al que mira. De ahí la filosofía popular:
no es trigo limpio, no mira a los ojos cuando te habla, algo tiene que ocultar. Por el contrario:
me gusta, es capaz de mantener la mirada un tiempo prudencial. Mirar es un acto de donación y sustracción, concesiones y rechazos, manifestaciones y ocultamiento. El camino empieza por ser un dominio sobre el espacio aunque sea desconocido, un lugar seguro, una economía de gestos y de símbolos. Pero ¿por qué es tan trascendente un Camino como el de Santiago? ¿Por qué a final de 2010 se espera que hayan llegado a Compostela unos ocho millones de peregrinos?
Santiago es la cristianización de mitos egipcios y griegos para liberar a Europa de la tiranía de serpientes, de bestias y de monstruos que simbolizaban el paganismo. Más tarde, según la creencia popular transmitida por la literatura oral, Santino y otra serie de santos y héroes, entre ellos San Miguel, San Jorge y Carlomagno, tomaron las armas y se pusieron al frente de un ejército de soldados para expulsar a enemigos de carne y hueso.
El peregrino busca en el Camino de Santiago la ruta, la orientación, la identidad de una Europa desnaturalizada, desdibujada. Busca un claro donde los árboles estén más espaciados y dejen penetrar la luz del sol después de atravesar la oscuridad del bosque. El peregrino es, sin embargo, consciente de la inseparabilidad interior de la verdad y el error. Sabe que siempre le quedará algo a la espalda por mucho que vea, contemple y aprenda, porque vive en su carne el debilitamiento de las estructuras, porque es un ser abierto que se confronta constantemente consigo mismo.
El río humano que transita hoy por el Camino de Santiago es una de las expresiones populares de la lucha contra el vacío. El único milagro que desean los peregrinos que acuden hoy a Santiago de Compostela es recuperar la memoria colectiva pegada a la tierra.
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Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC, escritor y autor del blog Diario nihilista de un antropólogo.EL MUNDO. MIÉRCOLES 13 DE OCTUBRE DE 2010