Un niño duerme en la sala de desnutridos del hospital de Kalonge, en la que los pequeños se muestran mareados y desorientados por su extrema debilidad.
Un día en el hospital de los milagros
VIAJE AL INFIERNO DEL CONGO
En el centro médico de Kalonge, los bebés nacen sin parar junto a heridos de bala, enfermos desnutridos y mujeres violadas. ELMUNDO presencia una jornada en una de las zonas más pobres y violentas de África
ALBERTO ROJAS /
Kalonge (R. D. del Congo)
Ni la lluvia ni la niebla las desanima. Una chica dice adiós a sus compañeras de parto y hay que despedirla con música, como merecen las congoleñas. La canción que entonan unas 30 pacientes del hospital repite una palabra en swahili destinada al recién nacido que se acurruca en los brazos de su madre: karibu (bienvenido).
Un grupo de niños espera a recibir su vacuna en una de las salas del hospital.
Hinchados y desnutridos
En una de las salas del hospital de Kalonge, bañada por una luz mortecina, ocho o nueve niños dormitan en camas con sus madres, aparentemente sanos, pero mirando a los visitantes como drogados, con ojos desconectados de la realidad. «Estos que ves aquí son niños desnutridos», comenta el doctor congoleño encargado del área. «La ausencia de las proteínas y nutrientes más esenciales en la dieta de estos niños es la responsable de este cuadro de desnutrición, que técnicamente se llama kwashiorkor». Y señala a uno de los pequeños: «Los cabellos quebradizos, las manchas en la piel y la retención de líquidos en las extremidades que en ocasiones dan una falsa imagen de niño rellenito y saludable. Pero los niños que lo sufren están apáticos».
Y efectivamente parecen hinchados, no en los huesos, como los de las imágenes que nos llegan de Somalia, pero su diagnóstico es el mismo: «desnutrición severa». La culpa la tiene su dieta: comen lo que aquí llaman 'ugali' o 'fufú' y que no es otra cosa que mandioca. El pasado año la República Centroafricana sufrió una gigantesca crisis alimentaria por este mismo problema.
Nuria Salse, la nutricionista de la ONG, asegura que la mandioca «te sacia el hambre, porque te da la sensación de tener llena la tripa, pero aporta pocas proteínas y minerales. No pasa nada por comerla con carne o pescado, pero no puedes basar tu dieta sólo en ella». Por esa razón «los niños detienen su crecimiento, tienen riesgo de sufrir enfermedades como hipotiroidismo en las madres y retraso físico y mental en los recién nacidos, porque la hoja de la planta es tóxica».
«Pasa lo mismo en Níger con el sorgo, o en el norte de África con el cuscús, o con el maíz en Angola, o con el mijo en Nigeria», dice Salse. «La mayoría de la gente come una vez al día y casi siempre come lo mismo».
Este bullebulle de voces y palmas se entremezcla, una vez dentro, con un sonido más sutil, casi imperceptible. Tres mujeres lloran en torno a una cama vacía mientras dos enfermeros sacan de la sala una camilla con un hombre que acaba de fallecer. «Una complicación renal», dice un enfermero. Las dos realidades, las risas y las lágrimas, chocan en un espacio separado por apenas 10 metros. Uno de los doctores congoleños percibe el desconcierto del periodista y se encoge de hombros. Alguien en la sala recurre a la coletilla «welcome to Africa», como si ese mantra pudiera explicarlo todo.
El Hospital General de Kalonge, apenas seis pequeños edificios de ladrillo, se encuentra en medio del parque natural en el que viven gorilas de llanura y elefantes. Es un vergel enclavado en el este de la República Democrática del Congo, uno de los parajes más aislados, subdesarrollados, violentos y hermosos del continente, un agujero negro en medio del paraíso, o un paraíso en medio de un agujero negro, según se mire.
La interminable guerra entre las Fuerzas Armadas congoleñas y el incomprensible avispero de milicias rebeldes, sobre todo las temibles Fuerzas de Liberación de Ruanda o FDLR, ha desplazado a esta zona a poblaciones enteras empobrecidas sin acceso alguno a la sanidad.
Desde 2008, la sección española de Médicos sin Fronteras abandera aquí un proyecto para procurar una asistencia sanitaria y humanitaria a estas gentes golpeadas por el conflicto durante décadas y que sólo pueden luchar por sobrevivir.
Seis expatriados (una ginecóloga argentina, un logista colombiano, un coordinador burundés y tres enfermeras, portuguesa, nigeriana y madrileña) llevan las riendas de un equipo formado por unos 35 profesionales congoleños que se ocupan del centro y que apoya a ocho pequeños dispensarios más alejados. En breve, podrán disfrutar además de tratamiento contra el sida, algo impensable para las estructuras sanitarias del país con peor índice de desarrollo humano del mundo.
María Laura Vasilchín, ginecóloga argentina, ha pasado por Irak, Liberia, Afganistán o Palestina, pero en su opinión es en el Congo donde la presencia de los trabajadores humanitarios tiene un impacto más alto sobre la población y su calidad de vida. «Hace poco vino a verme una mujer. Había tenido a su hijo hace cinco años y en el parto se había rajado el esfínter». Y aclara que se trata de «un problema común en los hospitales de todo el mundo. El caso es que nadie la había operado después para repararle el daño. Esta mujer había perdido su dignidad porque no podía controlar sus deposiciones. Claro, no podía salir de su casa porque se reían de ella. Yo le practiqué una cirugía sencilla y le reparé la zona». ¿Esa mujer lo agradeció? ¿Agradecen estas gentes la labor humanitaria? «Esta chica, que era muy joven, apenas 25 años, me dijo que yo le había devuelto su vida, así que figúrate si lo agradecen».
- No tienen incubadoras, así que los médicos recurren a papel de aluminio para recubrir a los niños prematuros
La celebración por cada niño que nace se mezcla con el llanto del que se va
- Desde 2008, Médicos sin Fronteras trabaja para dar una asistencia digna a la población
Para la mayoría de los congoleños, la sanidad es un lujo que no pueden pagar
Aquí, en la región de Kalonge, sus habitantes están de suerte: la ONG completa salarios, se hace cargo del suministro de medicamentos a la farmacia del hospital y de los puestos de salud, da formación al personal sanitario local, refuerza las estructuras de los centros y aporta, mejora y renueva instalaciones y materiales. A cambio de todo ello se asegura de que todas las consultas, diagnósticos, hospitalizaciones y tratamientos sean gratuitos. «De otra manera esta población no vendría al centro. Ninguno de ellos puede pagar lo que no tiene», dice la ginecóloga argentina.
En este lugar, las crisis nunca vienen solas. Un ataque armado contra civiles provoca un desplazamiento de población, hacinamiento y un brote de cólera, el cólera asusta a la gente, que huye del lugar, lo que la hace más vulnerable en los caminos y se producen violaciones masivas... No hay descanso. El estado de emergencia es continuo y, a pesar de todo, cualquier chispa enciende la risa de los pacientes.
«Hace unos meses tuvimos el último brote de cólera», recuerda María Laura. «Por suerte lo detectamos a tiempo, aislamos a 42 enfermos en tiendas alejadas del centro médico y los tratamos», y señala una zona a unos 100 metros del hospital. «No se nos murió ningún paciente. Es para estar contentos».
Un grupo de mujeres espera en la casa de embarazadas a dar a luz en el paritorio, cuya actividad nunca se detiene en Kalonge.
- Un lugar feliz
DEL ‘PRIMER’ AL ‘TERCER’ MUNDO
▶ Medios. El Hospital Gregorio Marañón de Madrid dispone de nueve habitaciones paritorio individuales, 11 quirófanos y 42 puestos de vigilancia intensiva. El Hospital de Kalonge posee dos paritorios en la misma sala y seis camas en la sala posparto.
▶ Salarios. Un médico congoleño cobra menos de 300 euros al mes. Uno español, a partir de 2.000 euros al mes.
Donde realmente se aprecia la actividad del centro, con 90.000 consultas al año, es en el paritorio. En el ala sur del hospital huele a comida y hay una revolución de cuerpos que van y vienen. A pesar de que todas son mujeres en el último mes de gestación, se mueven con agilidad y acarrean trozos de leña. Estamos en la viñola, como la llaman aquí, o casa de las embarazadas. Unas 50 o 60 mujeres esperan el momento de dar a luz en el paritorio, que aquí nunca descansa. «Están acostumbradas a trabajar duro desde niñas, a ir a por agua temprano, a cultivar la tierra, a recoger leña, a criar a sus hijos», dice María Laura entre el revuelo que despierta un blanco armado con una cámara de fotos.
«Vienen aquí dos o tres semanas antes de parir para no tener que hacerlo en su aldea o de camino. Aquí esperan, descansan y se divierten. Es como unas vacaciones para ellas, por eso es un lugar feliz».
Fuera de la sala, bajo la lluvia que chocolatea las sendas de tierra roja, unas mujeres lavan sus trajes a mano. Ninguna puede permitirse la considerada como auténtica seda africana, y que curiosamente sólo se fabrica en Holanda a 1.200 euros el tejido. Todas ellas llevan coloristas prendas procedentes de Tanzania o Kenia, más asequibles a sus bolsillos.
Las que están a punto de dar a luz caminan durante horas en la sala para provocar el parto. Cuando llega, van a uno de los dos potros, cuyo asiento nunca se enfría. Casi 4.000 nacimientos al año. A veces no da tiempo a que las mujeres acudan al hospital y hay que atenderlas sobre el terreno. No será la primera vez que un niño nace en el asiento del Toyota de la ONG, con el conductor asistiendo al parto como uno más.
La pizarra en la que el personal médico apunta las consultas diarias del centro, coronado con la leyenda en francés ‘Movimiento de enfermos’.
El aspecto del hospital es decadente, con las paredes descascarilladas y las mantas raídas, pero parece limpio y ordenado. En las salas de internos huele a lejía, a linimento, a enfermedad y a sudor. Hay un modesto quirófano con dos ollas grandes para desinfectar el instrumental y un generador para alimentar los focos, bajo los que se han practicado 743 operaciones en lo que va de año.
Al final del día llega un herido de bala que necesitará una operación de urgencia, una cirugía de guerra a la que el personal está muy acostumbrado. Es algo habitual en un lugar en el que un Kalashnikov puede comprarse por 10 dólares y muchos hombres sólo aspiran a enrolarse con cualquier señor de la guerra que les permita saquear para sobrevivir.
Aunque las dentelladas de la malaria también se sienten aquí con fuerza, la peor epidemia que sufren estos bosques, amplificada por el virus de la impunidad, es la de la pavorosa violación de mujeres. Aunque cada vez son más las que acuden al médico, todos los profesionales de MSF saben que es un porcentaje ridículo en comparación con las que son forzadas a practicar sexo con hombres armados en los caminos para después quedar tiradas como un escombro en las cunetas.
«La atención médica aquí está centrada en la prevención de enfermedades de transmisión sexual, apoyo psicológico y anonimato total de la violada para que no sea repudiada por la comunidad. La hacemos pasar con consulta ginecológica normal para que nadie sospeche», dice Edvigde. «También les ofrecemos un certificado de violación por si quieren denunciar, pero como no hay donde acudir y nadie se fía del Ejército, casi ninguna se lo lleva», comenta otro enfermero de MSF.
Una mujer come mandioca con carne fuera del hospital.
Los miembros de la ONG destacan que cada vez son más las mujeres que han comprendido la importancia de acudir al médico antes de que transcurran 72 horas de la violación para poder tratar de evitar enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados.
En los últimos meses se ha dado una siniestra tendencia entre los grupos armados: dejar una mujer sin violar en los asaltos sexuales masivos para que al menos quede una testigo que lo cuente. Así se consuma la humillación en la comunidad.
A pesar de que algunas mujeres portan en su cuerpo una memoria de embarazos difíciles, abortos, cesáreas practicadas sin anestesia, violaciones masivas y su útero -cansado y cicatrizado de tanto parto- amenaza con romperse, poniendo en riesgo la existencia de madre e hijo, la vida se abre camino y los niños lloran con fuerza cuando abren sus ojos por vez primera. Y vuelve a sonar la música. Karibu (bienvenido).