Los regres y los progres
Lo de todos
El gran agujero de España es la falta de educación política, de formación política, de cultura política. La democracia nos ha llegado tarde y todavía no ha calado lo suficiente en nuestro cerebro reptil.
José Antonio Montano
Esta moda pseudoprogresista, que dura ya lustros, de no decir "España" sino "el Estado", me ha hecho pensar a veces que ojalá. Ojalá fuese el Estado lo que se respetara, el marco institucional racionalista e ilustrado, no mágico sino convencional, limpio y aséptico, sin folclore. Con eso ya nos apañaríamos magníficamente; y luego que cada cual, en su casa o en la plaza del pueblo, se disfrazase, si le daba el punto, de lagarterana y sacase sus txistus, sus butifarras, sus gaitas, sus sidrinas y sus castañuelas.
Pero me temo que no lo voy a ver. Aquí lo de "el Estado" es otra coartada más, para no respetarlo, o para colar la mercancía propia. El gran agujero de España es la falta de educación, de formación, de cultura. Y esto, que es verdad en términos generales, es más acusadamente verdad en términos políticos. En efecto: el gran agujero de España es la falta de educación política, de formación política, de cultura política. La democracia nos ha llegado tarde y todavía no ha calado lo suficiente en nuestro cerebro reptil. Da casi igual la ideología que diga profesar cada cual (o sea, la ideología con la que cada cual se adorne o con la que cada cual se encuentre guapo o guay): hay unos atavismos pétreos cuya potencia transversal ya quisieran los defensores de la transversalidad. Aquí el franquismo, y la mentalidad cortijera, empapan al más pintado.
En el Día de Andalucía, por ejemplo, que la Junta celebra más que nada como el día de un determinado partido de Andalucía, el Hijo Predilecto de este año, Miguel Ríos, aprovechó su discurso [url]para dar un mitin[/url], como si acabara de recibir un Goya. Un mitin en favor del partido que le había concedido el honor, precisamente por ser tan partidista. Para que en Andalucía te nombren Hijo Predilecto hay que dejar bien claro que, ante todo, no se es un Hijo Pródigo. Pero, aunque esta hubiera sido la razón o la premisa, cabría esperar que al menos el solemne acto institucional fuese "para todos". Vana esperanza. Nuestro adaptador de Beethoven fue incapaz de poner el propio corral entre paréntesis.
Se barre, sí, para casa. No se tiene noción de lo que es común. Hasta quienes se arrogan la defensa de lo público parecen ignorar lo que significa lo público. La mítica frase de Carmen Calvo de que "el dinero público no es de nadie" es de una transparencia que da vértigo. Si lo público, o el Estado, no es de nadie, entonces es del primero que pase por allí; de la ministra, por ejemplo, o del premiado que se ve ante las cámaras. Si es de nadie, y no de todos, entonces no parece exigible la máxima responsabilidad.
Pero los episodios se suceden, porque, como digo, se trata de una deficiencia colectiva. Tras el de Miguel Ríos tenemos otro aún más grave, puesto que su protagonista no es un particular sino un representante mismo del Estado. Me refiero al del secretario de Estado para el Deporte, Miguel Cardenal, con su alucinante artículo sobre el Fútbol Club Barcelona (del que se ha ocupado aquí convenientemente Manuel Matamoros). Algo así solo se explica por esa falta de educación, de formación y de cultura que he apuntado. Cardenal, según leo en su perfil biográfico, es doctor en Derecho, catedrático y director de una Cátedra de Estudios e Investigación en Derecho Deportivo; aparte de ser actualmente secretario de Estado y presidente del Consejo Superior de Deportes. Nada de esto le ha valido para aprender lo que es el Estado.
Y, si lo ha aprendido, no se ha activado en él la responsabilidad suficiente como para tenerle respeto. Que es lo mismo que decir: para tenérnoslo a todos.
A principios del siglo XX, el movimiento progresista – en aquella época, liderado por la izquierda americana – entró en escena pregonando el fascinante y seductor evangelio de la Liberación de la Culpa. Los individuos – proclamaban audazmente los progresistas – estaban reprimidos, inhibidos y repletos de un masacrante sentimiento de culpa por el simple hecho de estar cediendo constantemente a sus deseos e impulsos naturales. La función autoproclamada de los progresistas era la de realizar una jubilosa remoción de todos y cada uno de los sentimientos de culpa, sentimiento este que había sido forzadamente inculcado en las personas por la “opresora moral religiosa”, de padres y pastores.
El hedonismo, la entrega irreprimible a los deseos y el fin de cualquier sensación de culpa pasaron a ser el comportamiento recomendado. Plasmado en una típica frase de la Revolución Sexual de la década de 1960, “Si algo se mueve, acarícialo y demuéstrale afecto”. El sexo, finalmente, sería “apenas un sorbo de agua”, algo natural e inofensivo.
No obstante, esa era de inocencia y ausencia de culpa propugnada por los progresistas duró, por lo que recuerdo, aproximadamente seis meses. Después las cosas se invertirían totalmente.
Actualmente, toda la cultura progresista se caracteriza por un fuerte sentimiento de culpa colectiva. Aquel ciudadano que no se rige por los cánones políticamente correctos y no profesa (aunque sea de boca para afuera) una larga lista de culpabilidades solemnemente declaradas es automáticamente señalado como “reaccionario” y naturalmente será tenido como un paria en su vida pública.
El sentimiento de culpa es hoy omnipresente, todo lo permea y es un fenómeno presente en todas las culturas y clases sociales. Y lo que resulta aún más irónico: todo esto nos fue impuesto por los mismos charlatanes que otrora nos prometieron liberarnos de todo sentimiento de culpa.
Un breve resumen de los sentimientos que un individuo está en obligación de tener: sentimiento de culpa por el asaltante en la calle, sentimiento de culpa por siglos de esclavitud, sentimiento de culpa por la opresión y violaciones a mujeres, sentimiento de culpa por el Holocausto, sentimiento de culpa por la existencia de paralíticos, ciegos, de enanos y de deficientes mentales, sentimiento de culpa por comer animales, sentimiento de culpa por estar gordo, sentimiento de culpa por fumar, sentimiento de culpa por no reciclar la basura, sentimiento de culpa por trasladarse con su automóvil y generar polución, sentimiento de culpa por existir personas negras con una renta inferior a la suya, sentimiento de culpa por estar “violando la santidad de La Tierra” y por ahí sigue.
Observe que esta culpa jamás está confinada a individuos específicos – por ejemplo, aquellos que realmente esclavizaron o asesinaron o violaron personas. La eficacia en inducir la culpabilidad en las personas deviene justamente del hecho de que la culpa no es específica, más sí colectiva, pudiendo ser extendida y ampliada por todo el planeta y, aparentemente, a lo largo de varias épocas, de forma incesante.
Anteriormente despreciamos a los nazis a causa de su doctrina de colectivización de la culpa (la que ellos impusieron a judíos y gitanos); hoy, abrazamos ese mismo concepto nazi como si esta fuese una característica vital de nuestro sistema ético. Confinar la culpa solamente a criminales específicos sería una actitud que no generaría el efecto deseado justamente porque no entraría en nuestra vigente doctrina del “victimismo acreditado”.
Algunos grupos ya han adquirido el estatus de “víctimas oficiales” – son aquellos que tienen derecho a todo, principalmente al bolsillo de los demás ciudadanos, los cuales, justamente por no estar en el grupo oficial de las víctimas, están consecuentemente en el grupo de criminales y son los “victimarios oficiales”, normalmente hombres blancos, heterosexuales y exitosos.
A estos victimarios se les exige que sientan culpa y remordimientos por las víctimas, y consecuentemente – ya que no tiene sentido sentirse culpable sin pagar por ello – asuman diversas obligaciones y concedan interminables privilegios a las “víctimas acreditadas”, ya sea dejándose asaltar pacíficamente en la vía pública, ofertando puestos de trabajo o en universidades por medio de cuotas o bien concediendo salarios sin ninguna relación con la productividad.
Simplemente no hay manera de que un determinado individuo evite ser culpado. Y fue eso lo que nuestros libertadores progresistas nos impusieron.
Para empeorar las cosas, toda esta victimología hizo que hasta el sexo dejase de ser visto como algo libre de culpa: con la implacable diatriba feminista de que “el sexo explota a las mujeres”, y la furiosa manía de “debe usarse preservativos en nombre del sexo seguro”, sería mejor simplemente abolir todos estos modernismos y retornar a la buena y vieja culpa cristiana en relación al sexo. Ciertamente sería algo más simple y pacífico. Gran parte de la actual moda políticamente correcta no pasa de ser una demente tentativa de justificar y dar continuidad a un comportamiento repugnante al mismo tiempo que se intenta sustituir el comportamiento decente por una cornucopia de reglas formales dictadas por los progresistas. El problema es que esas reglas formales son lo contrario a las buenas maneras, dado que son utilizadas como pretexto para imponer el deseo de unos pocos sobre todos los demás – y todo en nombre de la “sensibilidad”.
Pero la hipersensibilidad es una de las mayores barreras que pueden ser impuestas al desarrollo de la civilización y las relaciones sociales, y solo sirve para que las relaciones humanas voluntarias y sinceras sean virtualmente imposibles.
Como en todos los otros aspectos de nuestra podrida cultura, la única manera de remediar esta situación es ofrecer resistencia y realizar un ataque frontal y total contra estos progresistas de izquierda inductores de culpa. Y es en este ataque que yace la única esperanza de reasumir el control de nuestras vidas y retomar nuestra cultura de control de estos tiranos maliciosos.
Armani por caridad
MANUEL JABOIS
LOS PRIMEROS días en Madrid me movía en metro como en un columpio, de un lado a otro sin ton ni son, no por romanticismo ni para que nadie me dejase un aviso en Tentaciones («moreno, camisa verde, leías poemas; me miraste y sonreíste, no te quiero volver a ver en mi vida»), sino por saber con quiénes me iba a encontrar. A falta de irlos conociendo a todos moviéndome entre parterres con galletas recién hechas decidí que el metro era mejor opción, y más realista. Eso me dio una rápida lección de usos y costumbres. Desde el centro financiero hasta las afueras, si uno se queda muy callado y muy atento, y no tiene cobertura en el móvil, observa el devenir del vestuario de los ocupantes; una mutación lenta y agradable que se asemeja al cambio facial de un niño en la edad del estirón. La ropa de marca se va diluyendo imperceptiblemente hasta acabar, en las últimas estaciones, en una sudadera de Madrid 2020. Si se avanza un poco más, aparece el niki de 2016 o directamente 2012, cuando no una camiseta de Juan Barranco. Todo esto tendría algo de la España que no pudo ser sino fuese porque lo es. La decisión de dar esos trajes carísimos de la Gürtel para repartirlos entre los necesitados es una gran noticia para los articulistas y, de consumarse el traspaso, un reportaje pintoresco sobre un parado que pasea con el abrigo de un condenado por cohecho. Una familia que no llega a fin de mes quiere un plumífero para pasar el invierno y unos zapatos gordos con los que no tener frío y poder caminar kilómetros sin que se gasten. Darle a un señor que busca trabajo de cualquier cosa un traje más caro que el del jefe no sé si le ayudará en la entrevista. Hace un año fui a Cáritas de Pontevedra a escribir un reportaje sobre el enorme rastro de la ropa cedida por los vecinos a los pobres. La gente se paseaba por pasillos llenos de prendas clasificadas por estaciones y eventos como si fuese un centro comercial. Excuso decir que no se miraban calidades y hasta se huía de lo ostentoso, sobre todo porque, me dijeron, casi siempre está roto. Frente a las perchas de bodas, una mujer se probaba un traje de novia espléndido a ojos de su chico. Fue la última imagen que me llevé de allí: la prometida dando vueltas sobre sí misma delante de un espejo como si estuviese cumpliendo un sueño. Bien pensado ojalá que el hombre, de tener algún día que ir a sobornar a un alcalde, pueda elegir entre Gürtel y Malaya.
La experiencia
ENRIC GONZÁLEZ
DESCONFÍO de la experiencia en política. Si la práctica, en ese ámbito, afilara el talento o puliera los defectos, los grandes líderes funcionarían mejor en su segundo mandato. Y no es el caso. Repasemos nuestro elenco. El mejor Adolfo Suárez fue el del periodo constitucional, entre 1977 y 1979; luego se convirtió en un hombre abrumado por el desastre económico, la deslealtad de su partido y el ruido de sables. Leopoldo Calvo Sotelo no cuenta. Cuesta un poco valorar a Felipe González, porque los asesinatos de los GAL se produjeron ya en la primera legislatura, pero no cabe duda de que los últimos años fueron los peores, los peores hasta la fecha. José María Aznar fue durante cuatro años lo mejor que le ha pasado a la derecha e hizo una gestión notable; luego se le subió el pavo, empezó a hablar raro, cometió lo de Irak y convirtió (permitan que cite a la vicepresidenta) el puto cuadernillo azul en el mito más ridículo de nuestra historia reciente. José Luis Rodríguez Zapatero resultó más que aceptable entre 2004 y 2007. Ya en la campaña de 2008, aquella en que no se podía hablar de crisis, se extravió por completo. Lo que siguió lo recordamos perfectamente.
No ocurre sólo en España. La primera Margaret Thatcher fue valiente, liberal y autoritaria. La última, la del poll tax, era un disparate. Tony Blair fue a la vez un mago y un ídolo; ahora es, no sólo por Irak, uno de los tipos más despreciados en el Reino Unido. Podríamos seguir con François Mitterrand, Bill Clinton yotros, pero no vale la pena. Vladimir Putin queda fuera de este sucinto muestreo, limitado a dirigentes democráticos.
Y, sin embargo, los líderes jubilados (de la política, no de los negocios) reclaman la atención del público. Aquí estoy yo, dice Aznar, a quien por lo visto le hace ilusión mitinear en la campaña de las europeas. Entre ellos y sus palmeros (hasta a Zapatero le queda alguno) existe una corriente de nostalgia desmemoriada, una ceguera obstinada ante el hecho de que se fueron, Aznar incluido, porque la mayoría de la gente estaba harta de ellos.
La experiencia del poder les hace ególatras, pesados y retorcidos. A todos menos al Rey, claro. Según parece, pagamos unos sondeos quincenales que dicen que lo hace muy bien y nos hace mucha falta. Claro.
Hace 100 años, Galdós escribía así sobre España
“Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos… “
Benito Pérez Galdós, reflejando la España del turnismo de finales del s. XIX enEpisodios Nacionales, Episodio 46 - Cánovas (1912)
Señales de vida bipartidista
Cuando los diputados del PSOE se levantan en el escaño ya empezamos a temer que en vez del micro enarbolen un violín, mientras la bancada entera se empina de popa y se parte por la mitad, hundiéndose en el Atlántico norte
Jorge Bustos
Hoy en el hemiciclo se habló de cosas secundarias como la justicia universal. ¿Qué importancia puede tener que 43 narcotraficantes –o eso dice Irene Lozano– sean excarcelados por culpa de la reforma que acota la jurisdicción de los llaneros solitarios de la Audiencia Nacional, mientras no encarrilemos la sucesión de Rubalcaba? El todavía secretario general del PSOE se ausentó hoy de la sesión, y sobre su escaño vacío creímos vislumbrar por unos segundos la sombra alargada y pendulante de una coleta: la coleta de Damocles, vulgo Podemos. No estando Rubal tampoco apareció Rajoy, claro, porque el bipartidismo es un tango que no se puede bailar solo. Que faltase también Duran ya entra dentro de las clandestinas exigencias de la secesión o bien del servicio de lavandería del Hotel Palace, y no queremos conjeturar.
Encomiables, conmovedores fueron los esfuerzos de la bancada socialista por ejercer su labor de oposición como si no pertenecieran a un partido recién jibarizado por las urnas, una vetusta organización que pierde a raudales capacidad de colocar a sus miembros, que es lo último que debe perder un partido político. Cuando los diputados del PSOE se levantan en el escaño ya empezamos a temer que en vez del micro enarbolen un violín, mientras la bancada entera se empina de popa y se parte por la mitad, hundiéndose en el Atlántico norte.
Por eso tiene mérito que Soraya Rodríguez, tras un inicio titubeante, se lanzara a acorralar a Sáenz de Santamaría con la excusa de la dichosa reforma de la ley de Justicia Universal:
– Es una reforma ilógica e inconstitucional, autorizada por usted con una tramitación vergonzosa por vía de urgencia. Deje de mentir. No creemos ni lo que dice aquí ni lo que va chillando por los pasillos (sic). No les cree nadie y así están como están ustedes…
– Ya les gustaría –ha replicado rápida y punzante la vicepresidenta, que asimismo ha recordado que los primeros en retocar la ley de Justicia Universal fueron los socialistas bajo el pretexto de evitar el “neocolonialismo jurídico”.
Más tarde Irene Lozano (UPyD) insistiría en el asunto, dibujando un panorama de supervillanos risueños que se aprovechan de la impunidad instaurada por Gallardón. El ministro de Justicia ha explicado que todo el trabajo policial invertido en causas universales y tan encarecido por Lozano no ha arrojado en veinte años más que una sola condena, la de un argentino malevo que además se produjo en fraude de ley. Para crear expectativas justicieras que luego no se satisfacen, mejor dedicar los limitados recursos del poder judicial a casos factibles, si bien con peor venta en los informativos kirchneristas.
A Montoro, que estaba de bajón por la crueldad de Sergio Ramos con su Atleti, le preguntó el socialista Pedro Saura (que se da un aire a Cary Grant en disléxico) por la amnistía fiscal, todo un clásico de esta legislatura junto con el aborto y la contabilidad B. El deprimido ministro de Hacienda trazó una sutilísima diferencia de concepto entre “amnistía fiscal” y “declaración tributaria extraordinaria”, desaforada oda al eufemismo que inmediatamente pasó a engrosar nuestra rica tradición lírica. Vivimos el Siglo de Oro de la fraseología burocrática.
Asomándose por la barandilla de la tribuna, el cronista podía divisar a Eduardo Madina mostrándole un mensaje de móvil a Soraya Rodríguez y gesticulando con indignación; más tarde, ambos se levantaron y fueron a formar tertulia al escaño de Elena Valenciano, muy recuperada de lo del domingo. La mañana se iría en estos conciliábulos de pasillo en que anda sumido el PSOE, que no sabe si lamerse las heridas o causarse otras nuevas, ajeno completamente a las intervenciones de los sucesivos oradores incluso cuando eran socialistas. Sobre todo si eran socialistas, diría yo.
Uno de ellos citó una columna de Gistau a cuenta de la paella de Tejero para indagar sobre la restitución en su puesto del hijo del golpista. Pudo haber reaccionado como Amaral cuando Rubal usó una de sus canciones en disputa con Gil Lázaro, pero David prefirió dejarlo correr y seguir andando sin volverse. Están las cosas para que te cite un diputado bipartidista.
Periplo: Del PCE al PP y siempre pasando el cepillo
Un animal político devorado por sí mismo
● La sombra de la corrupción ha acompañado a Rafael Blasco en su larga trayectoria política
Ocho años de cárcel a un exconsejero de Camps por fraude en ayudas al desarrollo
Después de todo, Rafael Blasco (Alzira, 1945) ha terminado dándole la razón a Joan Lerma. El entonces presidente de la Generalitat lo destituyó en 1989 como consejero de Urbanismo y lo postergó en el PSPV-PSOE por supuestos sobornos a funcionarios a cambio de la recalificación de terrenos. La invalidación de las grabaciones que presuntamente lo incriminaban le permitió salir indemne y proyectar la leyenda de que todo había sido un ajuste de cuentas orgánico porque le hacía sombra al líder de los socialistas valencianos.
En esos años de postración política, entre 1991 y 1994, el otrora luchador del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP) regresó a su plaza de interventor municipal y dedicó todas sus energías a preparar un elaborado plato frío que lo pudiera resarcir del agravio. Dotado de una extraordinaria capacidad política, Blasco realizó varios intentos de regresar ideando un Partido Socialista Independiente y otras opciones que sumaran toda la calderilla electoral y pudieran decantar mayorías. La meta era reincrustarse en el poder.
Sin embargo, sus proyectos no cuajaron. Entonces apareció Eduardo Zaplana, que le abrió la puerta del PP a cambio de que guiara sus pasos en una Administración que Blasco había ayudado a diseñar como consejero de Presidencia de Lerma. La ambición de Blasco y la bisoñez de Zaplana trazaban una simbiosis perfecta. Ser su lazarillo, con la victoria del PP en 1995, tuvo su recompensa. En 1999, como subsecretario de Planificación en la Presidencia de la Generalitat, gobernó las cañerías, trenzó clientelas y favoreció la fagocitación de Unión Valenciana para que el PP ocupase todo el espectro de la derecha. Luego cogió el timón de Empleo (1999-2000) y Bienestar Social (2000-2003). Y dio el paso de militar en el PP.
Su agudeza visual política le hizo traicionar a Zaplana en el momento justo para asegurarse el mañana con Francisco Camps, quien le entregó la Consejería de Territorio y Vivienda en los años de mayor depredación urbanística (2003-2006) y luego la de Sanidad (2006-2007). Pero Camps creció orgánica y políticamente y empezó a distanciarse de Blasco. En 2007 lo apartó a una consejería de menos peso, Inmigración.
Cuando el caso Gürtel empezó a sacudir el suelo que pisaba Camps, el viejo estratega Blasco volvió a los primeros planos para tratar de recomponer la estropeada imagen del presidente de la Generalitat. Era 2010. De nuevo en el puente de mando, su consejería, ahora con el nombre de Solidaridad, ganó volumen, fue nombrado portavoz parlamentario y su influencia en el Gobierno valenciano se disparó. Pero cuando estaba alcanzando la velocidad de crucero, pasteleando incluso en la venta del Valencia CF, empezó a aflorar la basura que ahora acaba de sepultarlo por segunda vez.
Con Alberto Fabra en la Generalitat, su situación judicial fue empeorando y se convirtió en un apestado, hasta que la apertura de juicio por el fraude de la cooperación terminó por despeñarle del partido que le permitió renacer de sus cenizas y saborear aquel plato frío que tanta bazofia iba generando por el fondo. Entonces buscó refugio parlamentario en el Grupo de los no Adscritos, forzando su escorzo amenazante como una navaja muy afilada. Sin embargo, el animal político ya se había devorado a sí mismo. Los lixiviados le llegaban al cuello. El viejo luchador del FRAP ahora vuelve a la cárcel como delincuente común.
Un animal político devorado por sí mismo
● La sombra de la corrupción ha acompañado a Rafael Blasco en su larga trayectoria política
Ocho años de cárcel a un exconsejero de Camps por fraude en ayudas al desarrollo
Después de todo, Rafael Blasco (Alzira, 1945) ha terminado dándole la razón a Joan Lerma. El entonces presidente de la Generalitat lo destituyó en 1989 como consejero de Urbanismo y lo postergó en el PSPV-PSOE por supuestos sobornos a funcionarios a cambio de la recalificación de terrenos. La invalidación de las grabaciones que presuntamente lo incriminaban le permitió salir indemne y proyectar la leyenda de que todo había sido un ajuste de cuentas orgánico porque le hacía sombra al líder de los socialistas valencianos.
En esos años de postración política, entre 1991 y 1994, el otrora luchador del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP) regresó a su plaza de interventor municipal y dedicó todas sus energías a preparar un elaborado plato frío que lo pudiera resarcir del agravio. Dotado de una extraordinaria capacidad política, Blasco realizó varios intentos de regresar ideando un Partido Socialista Independiente y otras opciones que sumaran toda la calderilla electoral y pudieran decantar mayorías. La meta era reincrustarse en el poder.
Sin embargo, sus proyectos no cuajaron. Entonces apareció Eduardo Zaplana, que le abrió la puerta del PP a cambio de que guiara sus pasos en una Administración que Blasco había ayudado a diseñar como consejero de Presidencia de Lerma. La ambición de Blasco y la bisoñez de Zaplana trazaban una simbiosis perfecta. Ser su lazarillo, con la victoria del PP en 1995, tuvo su recompensa. En 1999, como subsecretario de Planificación en la Presidencia de la Generalitat, gobernó las cañerías, trenzó clientelas y favoreció la fagocitación de Unión Valenciana para que el PP ocupase todo el espectro de la derecha. Luego cogió el timón de Empleo (1999-2000) y Bienestar Social (2000-2003). Y dio el paso de militar en el PP.
Su agudeza visual política le hizo traicionar a Zaplana en el momento justo para asegurarse el mañana con Francisco Camps, quien le entregó la Consejería de Territorio y Vivienda en los años de mayor depredación urbanística (2003-2006) y luego la de Sanidad (2006-2007). Pero Camps creció orgánica y políticamente y empezó a distanciarse de Blasco. En 2007 lo apartó a una consejería de menos peso, Inmigración.
Cuando el caso Gürtel empezó a sacudir el suelo que pisaba Camps, el viejo estratega Blasco volvió a los primeros planos para tratar de recomponer la estropeada imagen del presidente de la Generalitat. Era 2010. De nuevo en el puente de mando, su consejería, ahora con el nombre de Solidaridad, ganó volumen, fue nombrado portavoz parlamentario y su influencia en el Gobierno valenciano se disparó. Pero cuando estaba alcanzando la velocidad de crucero, pasteleando incluso en la venta del Valencia CF, empezó a aflorar la basura que ahora acaba de sepultarlo por segunda vez.
Con Alberto Fabra en la Generalitat, su situación judicial fue empeorando y se convirtió en un apestado, hasta que la apertura de juicio por el fraude de la cooperación terminó por despeñarle del partido que le permitió renacer de sus cenizas y saborear aquel plato frío que tanta bazofia iba generando por el fondo. Entonces buscó refugio parlamentario en el Grupo de los no Adscritos, forzando su escorzo amenazante como una navaja muy afilada. Sin embargo, el animal político ya se había devorado a sí mismo. Los lixiviados le llegaban al cuello. El viejo luchador del FRAP ahora vuelve a la cárcel como delincuente común.
Relaciones familiares en el Tribunal de Cuentas
■ Vínculos familiares entre altos cargos y empleados del órgano fiscalizador de las cuentas del Estado
■ Los lazos de parentesco en el Tribunal de Cuentas alcanzan a 100 empleados
■ Vínculos familiares entre altos cargos y empleados del órgano fiscalizador de las cuentas del Estado
■ Los lazos de parentesco en el Tribunal de Cuentas alcanzan a 100 empleados
Oposiciones con apellidos
El otro día salió a la luz que el Tribunal de Cuentas del Estado – sí, el que se supone que audita las cuentas de los partidos políticos – troceó proyectos de obras y contratos para que no se superase el máximo legal de 30.000 que obligaría a sacarlos a concurso público. Ligado a lo anterior se ha publicado que el Tribunal pretende modificar su sistema de oposición ya que, por lo visto, existen sospechas de enchufismo. Se pueden leer en esta noticia suculentas historias sobre sagas familiares de la institución, las cuales por sí solas no prueban nada – debería demostrarse que obtuvieron sus plazas por amiguismo y no objetivamente – si bien que la institución haya decidido atajarlo parece excusatio non petita... La reforma que se estudia consistiría, básicamente, en cambiar la composición de los tribunales de selección para que tres de sus cinco miembros dejaran de ser cargos internos.
Más allá del propio Tribunal de Cuentas, en España asignamos una gran cantidad de plazas públicas mediante oposiciones; diplomáticos, jueces, fiscales, abogados del Estado, profesores o inspectores de hacienda son solo algunas de ellas. Sobre la figura del funcionario público y la racionalización de la administración Weber tiene mucho más que decir que yo. Ahora bien, se supone que uno de los pilares esenciales de la concurrencia para una plaza funcionarial es evitar las discriminaciones y asegurarnos de su independencia del poder político. Si se abandonó el sistema de censatías en España precisamente pensando en esto, en garantizar una administración profesional.
Otra cuestión es que las oposiciones tal como las tenemos diseñadas en nuestro país sean eficientes para ello. El único estudio que conozco sobre el tema (por supuesto, más recomendaciones son bienvenidas) es el de Bagüés, centrado en los determinantes del éxito en las oposiciones. Su artículo toma como muestra 40.000 opositores a siete de los principales cuerpos del Estado e intenta comprobar en qué medida el sistema es transparente y justo. La evidencia no puede ser más desalentadora:
Sin embargo, quiero insistir en un punto más tangencial al artículo pero que puede potenciar el papel del amiguismo. Me refiero al sesgo de clase que genera el sistema de oposiciones a través del coste de oportunidad. Es evidente que no todo el mundo (las familias) puede permitirse estar años sin trabajar preparando temarios para cantarlos ante el tribunal. Al ya ingente coste de los preparadores hay que sumarle un coste de oportunidad se incrementa a medida pasa el tiempo y que es mayor cuanto más complicada sea la oposición. El resultado es, por lo tanto, que solo determinados sectores sociales con muchos recursos puedan acceder con éxito a las capas funcionariales más altas del Estado. Justo el lugar en el que nos encontramos con las largas sagas de servidores públicos.
Es evidente que no todos estos defectos son igual de sencillos de atajar. Incluir un test anónimo de entrada podría reducir el riesgo de favoritismo y el potencial efecto del orden. Pero además, como el propio Bagüés sugiere, sería conveniente hacer como en otros países de nuestro entorno e introducir anonimato y la doble evaluación de las pruebas por escrito incluyendo a un revisor externo. Hasta la fecha (no sé si ha cambiado ahora) el procedimiento era de corrección mediante lectura pública del candidato, facilitando la identificación del aspirante. Finalmente, una supervisión externa del proceso – que el Cuerpo no fuera el único juez – también sería deseable – y eso que se excluye todo el debate sobre las plazas hechas a medida.
Estas medidas garantizarían la igualdad de oportunidades en la competición, no la igualdad real de acceso, pero ya serían un avance a reseñar. Es cierto que no tenemos problemas graves de corrupción a nivel administrativo y que la mayoría es política, pero no nos vendría mal afinar los instrumentos de reclutamiento de la función pública. Igual que hablamos de más incompatibilidades entre política y administración, hay que ver bien cómo escogemos a nuestros servidores públicos. Una cuestión no menor cuando se supone que la administración es un control horizontal frente a la corrupción… en fin, que se lo digan al Tribunal de Cuentas.
El otro día salió a la luz que el Tribunal de Cuentas del Estado – sí, el que se supone que audita las cuentas de los partidos políticos – troceó proyectos de obras y contratos para que no se superase el máximo legal de 30.000 que obligaría a sacarlos a concurso público. Ligado a lo anterior se ha publicado que el Tribunal pretende modificar su sistema de oposición ya que, por lo visto, existen sospechas de enchufismo. Se pueden leer en esta noticia suculentas historias sobre sagas familiares de la institución, las cuales por sí solas no prueban nada – debería demostrarse que obtuvieron sus plazas por amiguismo y no objetivamente – si bien que la institución haya decidido atajarlo parece excusatio non petita... La reforma que se estudia consistiría, básicamente, en cambiar la composición de los tribunales de selección para que tres de sus cinco miembros dejaran de ser cargos internos.
Más allá del propio Tribunal de Cuentas, en España asignamos una gran cantidad de plazas públicas mediante oposiciones; diplomáticos, jueces, fiscales, abogados del Estado, profesores o inspectores de hacienda son solo algunas de ellas. Sobre la figura del funcionario público y la racionalización de la administración Weber tiene mucho más que decir que yo. Ahora bien, se supone que uno de los pilares esenciales de la concurrencia para una plaza funcionarial es evitar las discriminaciones y asegurarnos de su independencia del poder político. Si se abandonó el sistema de censatías en España precisamente pensando en esto, en garantizar una administración profesional.
Otra cuestión es que las oposiciones tal como las tenemos diseñadas en nuestro país sean eficientes para ello. El único estudio que conozco sobre el tema (por supuesto, más recomendaciones son bienvenidas) es el de Bagüés, centrado en los determinantes del éxito en las oposiciones. Su artículo toma como muestra 40.000 opositores a siete de los principales cuerpos del Estado e intenta comprobar en qué medida el sistema es transparente y justo. La evidencia no puede ser más desalentadora:
- ● Factores aleatorios como el orden de la convocatoria, aplazamientos o características del tribunal influyen mucho en el resultado. La probabilidad de vencer del candidato aumenta un 55% si obtiene uno de los primeros números en el orden de presentación y no de los últimos. Mientras que aprobar en lunes es entre un 10 y 15% más difícil (el tribunal está de mal humor), convocar a un candidato pero que luego se aplace si examen oral reduce sus opciones en un 5%. Finalmente, la composición del tribunal importa mucho. Cuanto mayor sea la edad de los examinadores y con más juventud hubieran obtenido sus propias plazas, más probable es el éxito del aspirante.
● El nepotismo es una sospecha fundada. El candidato poseedor de un apellido similar al de algún miembro del Cuerpo del Estado al que aspira incrementa en un 100% sus probabilidades de éxito. Además, este efecto se demuestra robusto manteniendo constante origen geográfico o experiencia. ¿Están mejor preparados o son de mejor calidad los opositores de “familia” funcionarial? No lo parece. Como explicamos aquí con más detenimiento, la anonimización de un test previo para ciertas oposiciones en 2003 hizo desaparecer el efecto del apellido, luego señala que el amiguismo juega un papel relevante.
● El efecto del género es ambiguo aunque parece que las mujeres tienen menos probabilidades de aprobar cuando los miembros del tribunal son más jóvenes. La evidencia no señala que tener más mujeres en los tribunales cambie significativamente la probabilidades de éxito de las candidatas; de hecho no parece haber diferencias relevantes por género.
● Los madrileños tienen una tasa de éxito en oposiciones significativamente superior. Sin embargo, este efecto podría deberse a autoselección, ya que mucha gente se muda a Madrid para estudiar, quizá porque hay mejores preparadores de exámenes allí. Ahora bien, cuando se introdujeron componentes anónimos en los test la tasa de éxito de los habitantes de la capital cayó, luego puede haber algún componente más de afinidad.
Sin embargo, quiero insistir en un punto más tangencial al artículo pero que puede potenciar el papel del amiguismo. Me refiero al sesgo de clase que genera el sistema de oposiciones a través del coste de oportunidad. Es evidente que no todo el mundo (las familias) puede permitirse estar años sin trabajar preparando temarios para cantarlos ante el tribunal. Al ya ingente coste de los preparadores hay que sumarle un coste de oportunidad se incrementa a medida pasa el tiempo y que es mayor cuanto más complicada sea la oposición. El resultado es, por lo tanto, que solo determinados sectores sociales con muchos recursos puedan acceder con éxito a las capas funcionariales más altas del Estado. Justo el lugar en el que nos encontramos con las largas sagas de servidores públicos.
Es evidente que no todos estos defectos son igual de sencillos de atajar. Incluir un test anónimo de entrada podría reducir el riesgo de favoritismo y el potencial efecto del orden. Pero además, como el propio Bagüés sugiere, sería conveniente hacer como en otros países de nuestro entorno e introducir anonimato y la doble evaluación de las pruebas por escrito incluyendo a un revisor externo. Hasta la fecha (no sé si ha cambiado ahora) el procedimiento era de corrección mediante lectura pública del candidato, facilitando la identificación del aspirante. Finalmente, una supervisión externa del proceso – que el Cuerpo no fuera el único juez – también sería deseable – y eso que se excluye todo el debate sobre las plazas hechas a medida.
Estas medidas garantizarían la igualdad de oportunidades en la competición, no la igualdad real de acceso, pero ya serían un avance a reseñar. Es cierto que no tenemos problemas graves de corrupción a nivel administrativo y que la mayoría es política, pero no nos vendría mal afinar los instrumentos de reclutamiento de la función pública. Igual que hablamos de más incompatibilidades entre política y administración, hay que ver bien cómo escogemos a nuestros servidores públicos. Una cuestión no menor cuando se supone que la administración es un control horizontal frente a la corrupción… en fin, que se lo digan al Tribunal de Cuentas.
Manufacturas de la virtud
Manuel Arias Maldonado
¿Tiene usted algo que objetar a una campaña pública dirigida a disminuir el consumo infantil de bollería industrial o a prevenir el consumo de tabaco en todas las edades? Si no es el caso, usted es un paternalista libertario. ¡Aunque no lo sepa! Y en ese caso, quizá le interese saber más qué significa exactamente serlo.
Que cualquiera de nosotros pueda ser incluido en esa provocadora categoría es lo que se desprende del último libro de Cass Sunstein, brillante teórico social norteamericano, que desarrolla en Why Nudge? The Politics of Libertarian Paternalism, con prodigiosa claridad y concisión, sus propias tesis al respecto. Sunstein, quien durante los últimos años ha acumulado cierta experiencia en la gestión pública trabajando en la Casa Blanca, ya había esbozado en obras anteriores su idea del nudge1, término de difícil traducción a nuestra lengua, cuyo significado es el de empujar o animar suavemente. El matiz es que quien aquí empuja es el gobierno: al ciudadano, hacia la virtud.
Pero, ¿puede el gobierno empujar legítimamente al ciudadano por su propio bien en la dirección de un comportamiento virtuoso? ¿Quién define el contenido de esa virtud? ¿No supone esa promoción una interferencia en su libertad? Es más, ¿quién vigila a los promotores públicos de la virtud? ¿No suponen esas políticas una flagrante violación del principio de la neutralidad moral del Estado?
Se trata de un asunto extremadamente interesante. Y también lo es el hecho de que exista un contraste tan marcado entre su recepción norteamericana y europea: lo que para Sunstein es un concepto llamado a despertar fuertes emociones allí, pasará en gran medida inadvertido –fuera de algunos supuestos extremos– aquí. Pensemos, por ejemplo, en la obligación que impone a todos los ciudadanos norteamericanos la reforma sanitaria de Obama: disponer de un seguro médico. Para no pocos de ellos, este «mandato individual» supone una violación de su libertad, algo que, desde luego, no deja de ser en sentido estricto; pero una que pocos europeos considerarán injustificada. Y que pasará a considerar más que justificada el individuo que, confiado en su juventud, se encuentra sin seguro cuando le da un ataque de apendicitis.
O, por tomar un asunto menor, pero por eso mismo ilustrativo, la iniciativa de Michael Bloomberg, entonces alcalde de Nueva York, de prohibir la venta de bebida carbonatada en vasos extragrandes allá por 2012. Su propuesta fue criticada por algunos grupos ciudadanos, que caricaturizaron a Bloomberg como the nanny, la niñera, hasta obligarlo a retirarla. En nuestro país, no sólo sugeríamos por televisión, hace décadas, a qué hora debían irse los niños a la cama, empujándolos a ella por mor de la fealdad de los dibujos animados a que se encomendaba la tarea, sino que contemplamos con aparente indiferencia políticas públicas morales de todo tipo que, sobre todo allá donde gobiernan los nacionalistas, convierten la propuesta de Bloomberg en una nimia travesura.
En todo caso, más que sorprendernos por la idiosincrasia norteamericana, ¿no deberíamos preguntarnos por qué los europeos vemos tan normalizada –hasta el punto de no verla– la intervención moral del Estado? Sobre todo porque lo que viene a decirnos Sunstein es que está ciertamente justificada en no pocos casos, pero ni mucho menos en todos. Su razonamiento, sin embargo, no es el que podría esperarse.
Para Sunstein, los filósofos ilustrados que diseñaron nuestras instituciones –y establecieron, como resultado último de la aplicación del principio de tolerancia religiosa a los asuntos morales, que el Estado había de ser moralmente neutral para no interferir en la libertad de elección de sus ciudadanos– no sabían lo que nosotros sabemos. Y lo que sabemos es todo aquello que la psicología, con ayuda de la neurociencia, nos señala: que los seres humanos se equivocan constantemente sin percatarse de ello. De manera que los presupuestos antropológicos del liberalismo clásico estarían revelándose como ilusorios: el sujeto autónomo y racional es menos racional y acaso menos autónomo de lo que creíamos. Esta vez no es que nuestros padres mintieran, sino que no sabían lo suficiente. Algo que, por otra parte, no impidió a Hume anticipar a Freud y decir aquello de que la razón es un instrumento al servicio de las pasiones.
Sea como fuere, era de esperar que Sunstein, quien lleva muchos años estudiando los sesgos en que incurrimos al razonar individualmente y deliberar colectivamente2, diera una entusiasta bienvenida a los hallazgos de la psicología y las neurociencias, que él considera ejemplarmente compendiadas –por ahora, al menos– en la ya bien conocida obra de Daniel Kahneman3. A partir de la distinción entre los sistemas intuitivo y reflexivo de decisión, Sunstein enumera la larga lista de nuestras fallas cognitivas, todas ellas suficientemente probadas. No son pocas: tendemos a ser miopes e impulsivos; nos dejamos influir poderosamente por aquellos datos que son conspicuos e ignoramos los que permanecen latentes, por ser la atención un recurso escaso; aplazamos a menudo las tareas que nos encomendamos; estamos sesgados a favor del presente, subrrepresentando nuestros intereses futuros; nos acogemos con facilidad a las reglas establecidas por defecto (aquellas que establecen, por ejemplo al contratar un seguro médico, lo que se entiende por elegido si no hacemos nada); tendemos a un optimismo irracional y damos más peso a las buenas que a las malas noticias; nos dejamos influir por las decisiones previas de los demás, o los imitamos (en una cena, el primer comensal pide vino y los demás se suman); cometemos errores de predicción al dejarnos llevar por las emociones; etcétera. Además, hay mucho que aún no sabemos, y algunas cosas que vamos sabiendo no dejan de ser sorprendentes, como el hecho de que recurrimos al sistema reflexivo cuando se nos plantea un dilema moral en una lengua extranjera y al intuitivo si es la nuestra, o la peculiaridad de que las personas más impacientes representan neuronalmente su yo futuro como si fuera un desconocido, sugiriendo la posibilidad de no estar lo suficientemente preocupados por su futuro bienestar. Naturalmente, la mayor parte de los atajos heurísticos funcionan razonablemente bien, y por eso los usamos; pero los errores son también frecuentes, a menudo con serias consecuencias.
Para el pensador norteamericano, hay que tomarse en serio estos descubrimientos, dando forma a lo que denomina «paternalismo informado por el conductismo» (behaviorally informed paternalism). De hecho, el diseño de las políticas públicas en Estados Unidos y Gran Bretaña (David Cameron ha creado un Behavioral Insights Team) se ve ya influido por este enfoque, por el que también se interesan ya la OCDE y la Unión Europea. Sunstein se cura en salud y admite que los mercados solucionan muchos de estos errores, e incluso apunta hacia el surgimiento paulatino de un universo de aplicaciones digitales conductistas que ayudarán a la gente a corregir sus propios errores. Pero, dado que los mercados también incluyen a quienes tratan de explotar esos mismos errores, hay espacio para un cierto grado de intervención pública.
Lo que hace Sunstein es entablar un diálogo con el Principio del Daño, o Principio de Libertad, formulado por John Stuart Mill, tan sencillo que ha calado en la conciencia popular: la libertad de cada uno termina donde empieza la de los demás. Dicho de otra manera, el gobierno no puede ejercer legítimamente su poder sobre las personas, salvo en aquellos supuestos en que concurra un daño para terceros. Dice Sunstein:
¿De qué formas puede un gobierno actuar paternalistamente? Varias son las posibilidades, pero esencialmente puede intentar:
Dos son, principalmente, los argumentos de peso en contra del paternalismo: el argumento epistémico y el argumento de la autonomía. Pero ninguno de ellos resulta suficiente, a juicio de Sunstein, para desaconsejar el uso de los nudges. Acaso el más fuerte sea el argumento epistémico, según el cual los ciudadanos conocen sus preferencias y contextos mejor que cualquier funcionario público, de manera que están en mejor posición para identificar sus propios fines y los medios para realizarlos. Por su parte, el argumento de la autonomía sostiene que la libertad de decisión es un fin en sí mismo, porque la autonomía es un valor intrínseco, que no debe ser anulado por el paternalismo. Este correría además el riesgo de privar a los individuos de la posibilidad de aprender de sus propios errores y desarrollarse como sujetos. Si convertimos la sociedad en una guardería, cabe apostillar, obtendremos niños y no ciudadanos.
Sunstein se zafa elegantemente de estas objeciones, apuntando en la única dirección posible: la de la realidad. En lugar de defender a sus principios de ésta, como solemos, hace lo contrario. Para empezar, subraya que las afirmaciones empíricas que sostienen los argumentos arriba señalados son a menudo falsas, porque los individuos son con frecuencia malos tomadores de decisiones. Además, esos individuos no exaltan tanto como parece el valor de la autonomía, primando, por el contrario, su bienestar. De hecho, ¿no sucede lo mismo con el mito de la pulsión participativa?
Pues bien, lo que la realidad sugiere es que las objeciones al paternalismo no pueden ser generales, sino que dependen de la forma concreta que éste adopte. Por supuesto, el gobierno debe evitarlo cuando sea posible; pero no pocas veces está en una posición inmejorable para contribuir a que los ciudadanos tengan vidas mejores. Y hacerlo con arreglo a los fines que ellos mismos eligen. ¿O estaríamos mejor si las autoridades no hubiesen limitado el consumo de tabaco en lugares públicos o dejado de promover el uso del cinturón de seguridad y el casco? Parece difícil sostener lo contrario.
No obstante, el mejor argumento a favor de un paternalismo débil de naturaleza pública es otro, a saber: que ya existe un paternalismo por defecto que opera sobre nosotros y nuestras decisiones. Este paternalismo es público y privado, intencional o no, y abarca desde los contenidos básicos de la educación pública hasta la publicidad empresarial. De acuerdo con todas las pruebas empíricas, los individuos nos vemos fuertemente influidos por la «arquitectura decisional» (choice architecture), esto es, por el entorno en que tomamos nuestras decisiones. Y se da el caso de que «damos por supuestas partes tan centrales, incluso esenciales del entorno social, que éstas permanecen innominadas, inadvertidas, invisibles». Es decir, siempre existe alguna arquitectura decisional. Por ello, intervenir sobre la existente, con la finalidad de mejorarla, no es lo mismo que crearla.
Además, tiene lógica social que así sea, porque esa arquitectura es el producto de un largo proceso de racionalización: si tuviéramos que tomar todas las decisiones relevantes para nosotros, seríamos menos libres de lo que somos con el concurso de esa arquitectura decisional; ésta nos permite ser libres, no lo contrario. ¡Que no vote la gente! Con todo, la existencia de errores cognitivos demostrados justificaría ciertas formas de paternalismo. Y no está de más añadir que los significados sociales son una parte de esa arquitectura: no es indiferente que fumar sea percibido como cool que como obsoleto, ni lo es que ir sin casco sea contemplado mayoritariamente como signo de hombría antes que como una imprudencia. De ahí la potencial influencia de las campañas informativas, que, no obstante, carecen por sí solas de fuerza para modificar esos marcos significativos: sólo empujan los significados en una cierta dirección.
Por todas estas razones, el empleo público de nudges capaces de influir sobre los medios elegidos por los individuos para realizar los fines libremente elegidos por ellos habrían de considerarse una forma justificada de paternalismo. Va de suyo que quienes consideren que la elección es, en sí misma, un componente básico e irrenunciable de su bienestar, rechazarán incluso esa variante débil, igual que lo harán quienes crean que la imposibilidad de controlar a los funcionarios que diseñen los nudges es motivo suficiente para rechazarlos de plano. Al cabo, los diseñadores de nudges también operan inmersos en una arquitectura decisional y están sometidos a sus propios sesgos (como sucede cuando su juicio se ve afectado de antemano por el miedo a que se produzca un resultado catastrófico).
Es evidente que aquí se plantea un problema de difícil elucidación, porque, ¿qué significa elegir libremente los fines a los que nos orientamos? Cuando enfatiza la inevitable existencia de un contexto dado en el que ciertos datos e incentivos son más conspicuos que otros, empujándonos así hacia unos bienes y alejándonos de otros, pero también orientándonos hacia unos fines en detrimento de otros, Sunstein está poniendo en duda, acaso sin pretenderlo, que podamos hablar con claridad de una libre decisión sobre nuestros objetivos vitales. Si a eso añadimos que la neutralidad moral del Estado es más un mito que una realidad pública, especialmente en el continente europeo, nos encontramos con una clara dificultad, que, sin embargo, desdramatiza hasta cierto punto el uso público de los nudges.
Si bien se mira, los procesos mediante los cuales elegimos nuestros fines personales rara vez pueden describirse como procesos reflexivos –como sopesamiento puro de alternativas– al término de los cuales decidimos conscientemente que queremos llevar la vida A en lugar de la vida B o la C. En algunas ocasiones, es así; y existen fuertes vocaciones profesionales que facilitan la vida a quienes las disfrutan: normalmente, lo difícil es saber qué se quiere, no conseguir lo que ya se sabe que se quiere: pecamos más por indecisión que por convicción. Más bien, tomamos decisiones que combinan lo reflexivo y lo intuitivo, pero no sólo en el marco de arquitecturas decisionales públicas y privadas, sino en el marasmo que es la vida propia percibida desde dentro, donde no siempre estamos en las mejores condiciones para fijar fines y medios, sino que nos dirigimos hacia los primeros o echamos mano de los segundos sin tener conciencia alguna de la existencia de alternativas claras. Rara vez hay un momento decisivo, la preferencia decidida por una opción de entre diversas alternativas. Más que un jardín de senderos que se bifurcan, la vida personal se parece más un laberinto ajardinado cuyas salidas desconocemos, entre otras cosas porque no sabemos qué acabaremos encontrando por el camino.
Sin embargo, al igual que sucedía a los padres de la Ilustración, es preferible arrancar del presupuesto de la libertad y la autonomía que comenzar con su negación, aunque después, como hace Sunstein, podamos indagar en las auténticas condiciones para el ejercicio de la libertad. Bien podríamos, me parece, redefinir la autonomía como una combinación de autoconciencia e información: autoconciencia para saber que estamos tomando decisiones de manera constante y adquisición de la información que nos permitirá elegir mejor. Pero, en ese contexto, los nudges parecen un instrumento razonable de influencia pública sobre la arquitectura decisional que, como se ha subrayado, existe en cualquier caso e impone su fuerza. Saber cuántas calorías tiene una magdalena, advertir de los riesgos del tabaco para la salud o establecer la vigencia por defecto de las reglas más protectoras del bienestar de los sujetos en sus intercambios digitales con la administración pública y las empresas, no parecen tanto un mal mayor como un bien menor. En el extremo opuesto –asunto para otro día– se encontrarían formas fuertes de paternalismo de carácter finalista, que no son nunca aceptables. Verbigracia, las políticas nacionalizadoras de nuestros dirigentes autonómicos.
Se trata de un debate demasiado amplio para abordarlo aquí en todos sus recovecos. Tal como repite Sunstein, las ciencias sociales sólo pueden progresar en estos asuntos por medio de abstracciones hasta cierto punto: hay que hacerse preguntas concretas sobre problemas concretos. Sólo así la dimensión ideal de la democracia podrá encarnarse en su dimensión particular, aunque eso suponga inevitablemente una decepción: aquella que sufrimos cuando pasamos de invocar principios abstractos tan potentes como los de justicia o libertad a debatir los detalles de su aplicación práctica, que supondrá siempre, por definición, el menoscabo –desenmascaramiento– de su capital simbólico. Aunque para tener ese debate tan minucioso y decepcionante necesitamos todos, probablemente, un empujoncito.
Manuel Arias Maldonado
¿Tiene usted algo que objetar a una campaña pública dirigida a disminuir el consumo infantil de bollería industrial o a prevenir el consumo de tabaco en todas las edades? Si no es el caso, usted es un paternalista libertario. ¡Aunque no lo sepa! Y en ese caso, quizá le interese saber más qué significa exactamente serlo.
Que cualquiera de nosotros pueda ser incluido en esa provocadora categoría es lo que se desprende del último libro de Cass Sunstein, brillante teórico social norteamericano, que desarrolla en Why Nudge? The Politics of Libertarian Paternalism, con prodigiosa claridad y concisión, sus propias tesis al respecto. Sunstein, quien durante los últimos años ha acumulado cierta experiencia en la gestión pública trabajando en la Casa Blanca, ya había esbozado en obras anteriores su idea del nudge1, término de difícil traducción a nuestra lengua, cuyo significado es el de empujar o animar suavemente. El matiz es que quien aquí empuja es el gobierno: al ciudadano, hacia la virtud.
Pero, ¿puede el gobierno empujar legítimamente al ciudadano por su propio bien en la dirección de un comportamiento virtuoso? ¿Quién define el contenido de esa virtud? ¿No supone esa promoción una interferencia en su libertad? Es más, ¿quién vigila a los promotores públicos de la virtud? ¿No suponen esas políticas una flagrante violación del principio de la neutralidad moral del Estado?
Se trata de un asunto extremadamente interesante. Y también lo es el hecho de que exista un contraste tan marcado entre su recepción norteamericana y europea: lo que para Sunstein es un concepto llamado a despertar fuertes emociones allí, pasará en gran medida inadvertido –fuera de algunos supuestos extremos– aquí. Pensemos, por ejemplo, en la obligación que impone a todos los ciudadanos norteamericanos la reforma sanitaria de Obama: disponer de un seguro médico. Para no pocos de ellos, este «mandato individual» supone una violación de su libertad, algo que, desde luego, no deja de ser en sentido estricto; pero una que pocos europeos considerarán injustificada. Y que pasará a considerar más que justificada el individuo que, confiado en su juventud, se encuentra sin seguro cuando le da un ataque de apendicitis.
O, por tomar un asunto menor, pero por eso mismo ilustrativo, la iniciativa de Michael Bloomberg, entonces alcalde de Nueva York, de prohibir la venta de bebida carbonatada en vasos extragrandes allá por 2012. Su propuesta fue criticada por algunos grupos ciudadanos, que caricaturizaron a Bloomberg como the nanny, la niñera, hasta obligarlo a retirarla. En nuestro país, no sólo sugeríamos por televisión, hace décadas, a qué hora debían irse los niños a la cama, empujándolos a ella por mor de la fealdad de los dibujos animados a que se encomendaba la tarea, sino que contemplamos con aparente indiferencia políticas públicas morales de todo tipo que, sobre todo allá donde gobiernan los nacionalistas, convierten la propuesta de Bloomberg en una nimia travesura.
En todo caso, más que sorprendernos por la idiosincrasia norteamericana, ¿no deberíamos preguntarnos por qué los europeos vemos tan normalizada –hasta el punto de no verla– la intervención moral del Estado? Sobre todo porque lo que viene a decirnos Sunstein es que está ciertamente justificada en no pocos casos, pero ni mucho menos en todos. Su razonamiento, sin embargo, no es el que podría esperarse.
Para Sunstein, los filósofos ilustrados que diseñaron nuestras instituciones –y establecieron, como resultado último de la aplicación del principio de tolerancia religiosa a los asuntos morales, que el Estado había de ser moralmente neutral para no interferir en la libertad de elección de sus ciudadanos– no sabían lo que nosotros sabemos. Y lo que sabemos es todo aquello que la psicología, con ayuda de la neurociencia, nos señala: que los seres humanos se equivocan constantemente sin percatarse de ello. De manera que los presupuestos antropológicos del liberalismo clásico estarían revelándose como ilusorios: el sujeto autónomo y racional es menos racional y acaso menos autónomo de lo que creíamos. Esta vez no es que nuestros padres mintieran, sino que no sabían lo suficiente. Algo que, por otra parte, no impidió a Hume anticipar a Freud y decir aquello de que la razón es un instrumento al servicio de las pasiones.
Sea como fuere, era de esperar que Sunstein, quien lleva muchos años estudiando los sesgos en que incurrimos al razonar individualmente y deliberar colectivamente2, diera una entusiasta bienvenida a los hallazgos de la psicología y las neurociencias, que él considera ejemplarmente compendiadas –por ahora, al menos– en la ya bien conocida obra de Daniel Kahneman3. A partir de la distinción entre los sistemas intuitivo y reflexivo de decisión, Sunstein enumera la larga lista de nuestras fallas cognitivas, todas ellas suficientemente probadas. No son pocas: tendemos a ser miopes e impulsivos; nos dejamos influir poderosamente por aquellos datos que son conspicuos e ignoramos los que permanecen latentes, por ser la atención un recurso escaso; aplazamos a menudo las tareas que nos encomendamos; estamos sesgados a favor del presente, subrrepresentando nuestros intereses futuros; nos acogemos con facilidad a las reglas establecidas por defecto (aquellas que establecen, por ejemplo al contratar un seguro médico, lo que se entiende por elegido si no hacemos nada); tendemos a un optimismo irracional y damos más peso a las buenas que a las malas noticias; nos dejamos influir por las decisiones previas de los demás, o los imitamos (en una cena, el primer comensal pide vino y los demás se suman); cometemos errores de predicción al dejarnos llevar por las emociones; etcétera. Además, hay mucho que aún no sabemos, y algunas cosas que vamos sabiendo no dejan de ser sorprendentes, como el hecho de que recurrimos al sistema reflexivo cuando se nos plantea un dilema moral en una lengua extranjera y al intuitivo si es la nuestra, o la peculiaridad de que las personas más impacientes representan neuronalmente su yo futuro como si fuera un desconocido, sugiriendo la posibilidad de no estar lo suficientemente preocupados por su futuro bienestar. Naturalmente, la mayor parte de los atajos heurísticos funcionan razonablemente bien, y por eso los usamos; pero los errores son también frecuentes, a menudo con serias consecuencias.
Para el pensador norteamericano, hay que tomarse en serio estos descubrimientos, dando forma a lo que denomina «paternalismo informado por el conductismo» (behaviorally informed paternalism). De hecho, el diseño de las políticas públicas en Estados Unidos y Gran Bretaña (David Cameron ha creado un Behavioral Insights Team) se ve ya influido por este enfoque, por el que también se interesan ya la OCDE y la Unión Europea. Sunstein se cura en salud y admite que los mercados solucionan muchos de estos errores, e incluso apunta hacia el surgimiento paulatino de un universo de aplicaciones digitales conductistas que ayudarán a la gente a corregir sus propios errores. Pero, dado que los mercados también incluyen a quienes tratan de explotar esos mismos errores, hay espacio para un cierto grado de intervención pública.
Lo que hace Sunstein es entablar un diálogo con el Principio del Daño, o Principio de Libertad, formulado por John Stuart Mill, tan sencillo que ha calado en la conciencia popular: la libertad de cada uno termina donde empieza la de los demás. Dicho de otra manera, el gobierno no puede ejercer legítimamente su poder sobre las personas, salvo en aquellos supuestos en que concurra un daño para terceros. Dice Sunstein:
- Mi objetivo en este libro es poner en cuestión el Principio del Daño sobre la base de que, en ciertos contextos, las personas propenden al error, y las intervenciones paternalistas pueden hacer que sus vidas vayan mejor. En tales circunstancias, hay un fuerte argumento, cuyo énfasis es moral, en favor del paternalismo.
¿De qué formas puede un gobierno actuar paternalistamente? Varias son las posibilidades, pero esencialmente puede intentar:
- 1) influir sobre los resultados, sin afectar a las acciones o creencias de la gente (propiciar la adquisición automática de un seguro médico, por ejemplo);
2) influir sobre las acciones, sin afectar a las creencias (imponiendo una multa administrativa a quien no adquiera ese seguro);
3) influir sobre las creencias, para influir en las acciones (lanzar una campaña educativa o formular un conjunto de advertencias); e
4) influir sobre las preferencias, afectando o no a las creencias, para influir en las acciones (una campaña explícita de advertencia de carácter gráfico contra el consumo de tabaco o el uso del móvil mientras se conduce).
- En presencia de fallos conductistas de mercado, los nudges suelen ser la mejor respuesta, al menos cuando no implican un daño para otros.
Dos son, principalmente, los argumentos de peso en contra del paternalismo: el argumento epistémico y el argumento de la autonomía. Pero ninguno de ellos resulta suficiente, a juicio de Sunstein, para desaconsejar el uso de los nudges. Acaso el más fuerte sea el argumento epistémico, según el cual los ciudadanos conocen sus preferencias y contextos mejor que cualquier funcionario público, de manera que están en mejor posición para identificar sus propios fines y los medios para realizarlos. Por su parte, el argumento de la autonomía sostiene que la libertad de decisión es un fin en sí mismo, porque la autonomía es un valor intrínseco, que no debe ser anulado por el paternalismo. Este correría además el riesgo de privar a los individuos de la posibilidad de aprender de sus propios errores y desarrollarse como sujetos. Si convertimos la sociedad en una guardería, cabe apostillar, obtendremos niños y no ciudadanos.
Sunstein se zafa elegantemente de estas objeciones, apuntando en la única dirección posible: la de la realidad. En lugar de defender a sus principios de ésta, como solemos, hace lo contrario. Para empezar, subraya que las afirmaciones empíricas que sostienen los argumentos arriba señalados son a menudo falsas, porque los individuos son con frecuencia malos tomadores de decisiones. Además, esos individuos no exaltan tanto como parece el valor de la autonomía, primando, por el contrario, su bienestar. De hecho, ¿no sucede lo mismo con el mito de la pulsión participativa?
Pues bien, lo que la realidad sugiere es que las objeciones al paternalismo no pueden ser generales, sino que dependen de la forma concreta que éste adopte. Por supuesto, el gobierno debe evitarlo cuando sea posible; pero no pocas veces está en una posición inmejorable para contribuir a que los ciudadanos tengan vidas mejores. Y hacerlo con arreglo a los fines que ellos mismos eligen. ¿O estaríamos mejor si las autoridades no hubiesen limitado el consumo de tabaco en lugares públicos o dejado de promover el uso del cinturón de seguridad y el casco? Parece difícil sostener lo contrario.
No obstante, el mejor argumento a favor de un paternalismo débil de naturaleza pública es otro, a saber: que ya existe un paternalismo por defecto que opera sobre nosotros y nuestras decisiones. Este paternalismo es público y privado, intencional o no, y abarca desde los contenidos básicos de la educación pública hasta la publicidad empresarial. De acuerdo con todas las pruebas empíricas, los individuos nos vemos fuertemente influidos por la «arquitectura decisional» (choice architecture), esto es, por el entorno en que tomamos nuestras decisiones. Y se da el caso de que «damos por supuestas partes tan centrales, incluso esenciales del entorno social, que éstas permanecen innominadas, inadvertidas, invisibles». Es decir, siempre existe alguna arquitectura decisional. Por ello, intervenir sobre la existente, con la finalidad de mejorarla, no es lo mismo que crearla.
Además, tiene lógica social que así sea, porque esa arquitectura es el producto de un largo proceso de racionalización: si tuviéramos que tomar todas las decisiones relevantes para nosotros, seríamos menos libres de lo que somos con el concurso de esa arquitectura decisional; ésta nos permite ser libres, no lo contrario. ¡Que no vote la gente! Con todo, la existencia de errores cognitivos demostrados justificaría ciertas formas de paternalismo. Y no está de más añadir que los significados sociales son una parte de esa arquitectura: no es indiferente que fumar sea percibido como cool que como obsoleto, ni lo es que ir sin casco sea contemplado mayoritariamente como signo de hombría antes que como una imprudencia. De ahí la potencial influencia de las campañas informativas, que, no obstante, carecen por sí solas de fuerza para modificar esos marcos significativos: sólo empujan los significados en una cierta dirección.
Por todas estas razones, el empleo público de nudges capaces de influir sobre los medios elegidos por los individuos para realizar los fines libremente elegidos por ellos habrían de considerarse una forma justificada de paternalismo. Va de suyo que quienes consideren que la elección es, en sí misma, un componente básico e irrenunciable de su bienestar, rechazarán incluso esa variante débil, igual que lo harán quienes crean que la imposibilidad de controlar a los funcionarios que diseñen los nudges es motivo suficiente para rechazarlos de plano. Al cabo, los diseñadores de nudges también operan inmersos en una arquitectura decisional y están sometidos a sus propios sesgos (como sucede cuando su juicio se ve afectado de antemano por el miedo a que se produzca un resultado catastrófico).
Es evidente que aquí se plantea un problema de difícil elucidación, porque, ¿qué significa elegir libremente los fines a los que nos orientamos? Cuando enfatiza la inevitable existencia de un contexto dado en el que ciertos datos e incentivos son más conspicuos que otros, empujándonos así hacia unos bienes y alejándonos de otros, pero también orientándonos hacia unos fines en detrimento de otros, Sunstein está poniendo en duda, acaso sin pretenderlo, que podamos hablar con claridad de una libre decisión sobre nuestros objetivos vitales. Si a eso añadimos que la neutralidad moral del Estado es más un mito que una realidad pública, especialmente en el continente europeo, nos encontramos con una clara dificultad, que, sin embargo, desdramatiza hasta cierto punto el uso público de los nudges.
Si bien se mira, los procesos mediante los cuales elegimos nuestros fines personales rara vez pueden describirse como procesos reflexivos –como sopesamiento puro de alternativas– al término de los cuales decidimos conscientemente que queremos llevar la vida A en lugar de la vida B o la C. En algunas ocasiones, es así; y existen fuertes vocaciones profesionales que facilitan la vida a quienes las disfrutan: normalmente, lo difícil es saber qué se quiere, no conseguir lo que ya se sabe que se quiere: pecamos más por indecisión que por convicción. Más bien, tomamos decisiones que combinan lo reflexivo y lo intuitivo, pero no sólo en el marco de arquitecturas decisionales públicas y privadas, sino en el marasmo que es la vida propia percibida desde dentro, donde no siempre estamos en las mejores condiciones para fijar fines y medios, sino que nos dirigimos hacia los primeros o echamos mano de los segundos sin tener conciencia alguna de la existencia de alternativas claras. Rara vez hay un momento decisivo, la preferencia decidida por una opción de entre diversas alternativas. Más que un jardín de senderos que se bifurcan, la vida personal se parece más un laberinto ajardinado cuyas salidas desconocemos, entre otras cosas porque no sabemos qué acabaremos encontrando por el camino.
Sin embargo, al igual que sucedía a los padres de la Ilustración, es preferible arrancar del presupuesto de la libertad y la autonomía que comenzar con su negación, aunque después, como hace Sunstein, podamos indagar en las auténticas condiciones para el ejercicio de la libertad. Bien podríamos, me parece, redefinir la autonomía como una combinación de autoconciencia e información: autoconciencia para saber que estamos tomando decisiones de manera constante y adquisición de la información que nos permitirá elegir mejor. Pero, en ese contexto, los nudges parecen un instrumento razonable de influencia pública sobre la arquitectura decisional que, como se ha subrayado, existe en cualquier caso e impone su fuerza. Saber cuántas calorías tiene una magdalena, advertir de los riesgos del tabaco para la salud o establecer la vigencia por defecto de las reglas más protectoras del bienestar de los sujetos en sus intercambios digitales con la administración pública y las empresas, no parecen tanto un mal mayor como un bien menor. En el extremo opuesto –asunto para otro día– se encontrarían formas fuertes de paternalismo de carácter finalista, que no son nunca aceptables. Verbigracia, las políticas nacionalizadoras de nuestros dirigentes autonómicos.
Se trata de un debate demasiado amplio para abordarlo aquí en todos sus recovecos. Tal como repite Sunstein, las ciencias sociales sólo pueden progresar en estos asuntos por medio de abstracciones hasta cierto punto: hay que hacerse preguntas concretas sobre problemas concretos. Sólo así la dimensión ideal de la democracia podrá encarnarse en su dimensión particular, aunque eso suponga inevitablemente una decepción: aquella que sufrimos cuando pasamos de invocar principios abstractos tan potentes como los de justicia o libertad a debatir los detalles de su aplicación práctica, que supondrá siempre, por definición, el menoscabo –desenmascaramiento– de su capital simbólico. Aunque para tener ese debate tan minucioso y decepcionante necesitamos todos, probablemente, un empujoncito.
La corrupción transparente
Hay una forma de “corrupción” que se produce a la vista de todos. Una corrupción inmediata, transparente, incuestionable, de la que los espectadores alejados somos también testigos directos.
José Antonio Montano
Está la corrupción de los robos y los mangoneos, que tiene lugar en la sombra, accesible solo a los testigos directos (además de a sus protagonistas) y si acaso, luego, a los investigadores (judiciales, policiales o periodísticos) con acceso a las fuentes, a las pruebas. Pero a los que somos únicamente espectadores no se nos quita la sombra nunca. Nos cuesta trabajo imaginar esas acciones escondidas, y en ningún momento dejan de tener su peso la proclamación de la inocencia por parte de los acusados. Incluso cuando ya han sido condenados en firme –y por tanto ya podemos llamarles ladrones o lo que sea (cosa que hacemos con gusto)– nos queda un resquicio fantasmal.
Pero hay otra “corrupción” (y lo pongo entre comillas porque quizá no lo sea en sentido estricto, o lo es en un nivel distinto al de la otra) que se produce a la vista de todos. Una corrupción inmediata, transparente, incuestionable, de la que los espectadores alejados somos también testigos directos. Se da a la luz, ante las cámaras y los micrófonos, con la conciencia limpia (o limitada) por parte de su protagonista, que se delata con inocencia. En su favor juegan, a modo de protección, nuestros dos grandes males políticos: el sectarismo y la inmadurez democrática. Pero basta desprenderse de ellos para contemplarla con escándalo: el escándalo que suscita toda corrupción.
En los tiempos atolondrados en los que, por ejemplo, me costaba creer que el Gobierno estuviese detrás de los GAL, me escandalicé cuando escuché a Felipe González defender a Damborenea después de que este hubiese confesado. No sé si González era la famosa X, pero aquellas declaraciones me parecieron lo suficientemente graves. Por mi parte, no necesité más. Lo mismo ocurrió cuando, como se ha recordado ahora, Jordi Pujol se envolvió en la bandera catalana en 1984. O cada vez que los nacionalistas catalanes o vascos acusan de anticatalanes o antivascos a quienes solo están criticando a los nacionalistas catalanes o vascos. En estos casos, se produce una apropiación corrupta. Con sucios efectos civiles, por lo demás.
Esto es último es algo que se ha contagiado a todo el espectro político: era (y sigue siendo) un tic habitual en la Valencia y el Madrid del PP, o en la Andalucía del PSOE. Aquí la última manifestación ha sido la del expresidente de la Junta, Manuel Chaves, en una entrevista en la Cadena Ser de hace unos días. Se anda con tiento a la hora de acusar abiertamente a la jueza Alaya, por haberlo imputado en el caso de los ERE fraudulentos, pero dice (m.14): “Todo este caso ha tenido connotaciones políticas, interferencias políticas, ha sido una especie de proceso político o judicial, en el que se ha tratado por casi todos los medios es de destrozar la imagen de un partido que levantó y que modernizó Andalucía durante treinta o treinta y tantos años”. Y en esas frases, más allá de lo que haya hecho o no haya hecho el expresidente Chaves, hay corrupción.
Un viejo y honorable corsé
La distinción entre izquierda y derecha es cada vez más borrosa, pero es útil
Las nociones políticas de izquierda y derecha se han transformado enormemente en las últimas décadas, y hoy resulta fácil advertir las grandes diferencias que separan a los partidos socialistas y conservadores actuales de los de hace solo cincuenta años. Pero, al mismo tiempo, es asombroso ver cómo esas dos maneras de comprender la realidad son en esencia iguales a cuando se fundaron hace más de dos siglos a consecuencia de las tres grandes revoluciones que iniciaron nuestra era —la Revolución Industrial, la Revolución Americana y la Revolución Francesa— y siguen definiendo la política occidental.
En un reciente y extraordinario libro, The Great Debate [El gran debate], el académico y político estadounidense Yuval Levin explica los orígenes del pensamiento progresista y conservador a partir de Thomas Paine y Edmund Burke, dos de las figuras capitales de la filosofía —pero también de la acción— política de finales del siglo XVIII. Paine fue un inglés de orígenes modestos y autodidacta, observador de primera mano de la Revolución Francesa y autor de brillantes panfletos como El sentido común y Los derechos del hombre, con los que inició la tradición de pensamiento progresista moderno y alentó la independencia de Estados Unidos y sus instituciones revolucionarias y democráticas. Para él, la política era un arte que debía desarrollarse únicamente mediante la razón —y la razón excluía la monarquía hereditaria—, consideraba que los ordenamientos jurídicos y las formas de organización política no eran sino un producto de la voluntad humana que toda generación tenía derecho a cambiar de acuerdo con lo que su tiempo le exigiera y que la política no era más que la búsqueda de la felicidad de los individuos, que eran lo único relevante por encima de ideas como las de nación o comunidad.
Edmund Burke fue un escritor y político también inglés, de acomodado origen irlandés, que tuvo posiciones políticas moderadas hasta que el estallido de la Revolución Francesa le llevó a desarrollar, en magníficos libros e intervenciones parlamentarias, las nociones esenciales del conservadurismo contemporáneo y una defensa ponderada del statu quo. Según Burke, la política debía ejercerse mediante la razón, pero ignorar los sentimientos y los apegos irracionales llevaba a la catástrofe: la religión y la monarquía, y las ceremonias a ellas asociadas, decía, eran elementos que los ciudadanos apreciaban y necesitaban como elemento de unión social. Según Burke, los individuos no eran sólo eso, sino miembros de una comunidad que por el mero hecho de nacer estaban condenados a recibir el mundo que les dejaban sus padres y tratar de dejárselo a las siguientes generaciones en un estado lo más armónico posible. Para ello, había que olvidarse de revoluciones y limitarse a cambiar aquí y allá lo que no funcionara y dejar que, en lo sustancial, la sociedad evolucionara lentamente de acuerdo con sus tradiciones y costumbres. Paine era un optimista convencido de que la humanidad puede encontrar la justicia si así se lo propone y de que el mundo puede soportar cualquier cambio que la razón diga que es a mejor. Burke era un escéptico que temía que el ansia de cambios radicales, incluso los más bienintencionados, acabara con la convivencia pacífica y un tejido social mucho más frágil y complejo de lo que creían los progresistas.
Como decía, hoy las ideas de progresismo y conservadurismo son distintas. Una parte de la izquierda ha perdido la confianza en el individualismo y el racionalismo de Paine y ha apostado por posturas comunitaristas o anticientíficas. Y, del mismo modo, las ideas sobre la sociedad de Burke son hoy ajenas a una parte de la derecha, que cree que la política no debe tener relación alguna con los sentimientos y las pasiones y puede resumirse en una hoja de Excel. Asuntos que hace no tanto considerábamos progresistas como el divorcio, los preservativos o el matrimonio homosexual tienen un apoyo absoluto o creciente entre los conservadores, y nociones tradicionalmente conservadoras como la de propiedad privada, la competencia en numerosos sectores de la economía o los esfuerzos por limitar la inflación parecen hoy también mayoritarias en la izquierda. (Un patrón habitual en las últimas décadas, como se ve, es que la derecha acabe aceptando ideas morales de la izquierda y que ésta asuma ideas económicas de la derecha; ambas suelen hacerlo a regañadientes, pero lo hacen). Con todo, las ideas saltan tantas veces de un lado al otro del pasillo que hoy, en buena medida, no tenemos del todo claro si la libertad individual, la limitación de los poderes del Estado o la vigencia de identidades comunitarias son ideas de izquierdas o de derechas. Esto es una buena noticia y no deberíamos preocuparnos demasiado por la confusión: las ideas políticas siempre son más claras y más elegantes que la política real, y lo único realmente importante es que las buenas florezcan y las malas se descarten. Pero sea como sea, más allá de estas transformaciones, en nuestros grandes partidos —y medios de comunicación, libros y asociaciones civiles— perviven hoy tozudamente esas dos visiones políticas opuestas que ejemplificaron Paine y Burke. Porque de hecho no se trata de visiones que hoy consideraríamos estrictamente vinculadas a la política cotidiana, sino que tienen sus raíces en qué pensamos que es la naturaleza, en qué consiste el verdadero carácter humano y cuál es la finalidad de nuestro paso por la tierra.
Desde hace tiempo, se han producido numerosas llamadas a superar una distinción política tan vieja como la que separa a izquierda y derecha y a encontrar nuevas formas de ordenar las ideas políticas y la confrontación entre ellas. Sería algo deseable. Sin embargo, aunque muchos ciudadanos, medios y organizaciones se sientan incómodos con esta tajante división, lo cierto es que los discursos políticos, filosóficos e incluso literarios siguen siendo, para bien o para mal, expresiones de uno u otro campo, o al menos la sociedad siente que debe incluirlos en uno u otro para simplificarlos, comprenderlos y archivarlos. Quizá muchos sintamos que es urgente, pero lo cierto es que no hemos sabido encontrar aún la manera de superar la distinción entre izquierda y derecha que establecieron esos dos gigantes políticos que fueron Paine y Burke hace más de dos siglos. Lo cual habla muy bien de ellos y no tanto de nuestra capacidad para elaborar nuevos menús ideológicos que superen a los establecidos y resulten tan atractivos como estos.
Ramón González Férriz es editor de la revista Letras Libres en España y autor de La revolución divertida (Debate, 2012).
La distinción entre izquierda y derecha es cada vez más borrosa, pero es útil
Las nociones políticas de izquierda y derecha se han transformado enormemente en las últimas décadas, y hoy resulta fácil advertir las grandes diferencias que separan a los partidos socialistas y conservadores actuales de los de hace solo cincuenta años. Pero, al mismo tiempo, es asombroso ver cómo esas dos maneras de comprender la realidad son en esencia iguales a cuando se fundaron hace más de dos siglos a consecuencia de las tres grandes revoluciones que iniciaron nuestra era —la Revolución Industrial, la Revolución Americana y la Revolución Francesa— y siguen definiendo la política occidental.
En un reciente y extraordinario libro, The Great Debate [El gran debate], el académico y político estadounidense Yuval Levin explica los orígenes del pensamiento progresista y conservador a partir de Thomas Paine y Edmund Burke, dos de las figuras capitales de la filosofía —pero también de la acción— política de finales del siglo XVIII. Paine fue un inglés de orígenes modestos y autodidacta, observador de primera mano de la Revolución Francesa y autor de brillantes panfletos como El sentido común y Los derechos del hombre, con los que inició la tradición de pensamiento progresista moderno y alentó la independencia de Estados Unidos y sus instituciones revolucionarias y democráticas. Para él, la política era un arte que debía desarrollarse únicamente mediante la razón —y la razón excluía la monarquía hereditaria—, consideraba que los ordenamientos jurídicos y las formas de organización política no eran sino un producto de la voluntad humana que toda generación tenía derecho a cambiar de acuerdo con lo que su tiempo le exigiera y que la política no era más que la búsqueda de la felicidad de los individuos, que eran lo único relevante por encima de ideas como las de nación o comunidad.
Edmund Burke fue un escritor y político también inglés, de acomodado origen irlandés, que tuvo posiciones políticas moderadas hasta que el estallido de la Revolución Francesa le llevó a desarrollar, en magníficos libros e intervenciones parlamentarias, las nociones esenciales del conservadurismo contemporáneo y una defensa ponderada del statu quo. Según Burke, la política debía ejercerse mediante la razón, pero ignorar los sentimientos y los apegos irracionales llevaba a la catástrofe: la religión y la monarquía, y las ceremonias a ellas asociadas, decía, eran elementos que los ciudadanos apreciaban y necesitaban como elemento de unión social. Según Burke, los individuos no eran sólo eso, sino miembros de una comunidad que por el mero hecho de nacer estaban condenados a recibir el mundo que les dejaban sus padres y tratar de dejárselo a las siguientes generaciones en un estado lo más armónico posible. Para ello, había que olvidarse de revoluciones y limitarse a cambiar aquí y allá lo que no funcionara y dejar que, en lo sustancial, la sociedad evolucionara lentamente de acuerdo con sus tradiciones y costumbres. Paine era un optimista convencido de que la humanidad puede encontrar la justicia si así se lo propone y de que el mundo puede soportar cualquier cambio que la razón diga que es a mejor. Burke era un escéptico que temía que el ansia de cambios radicales, incluso los más bienintencionados, acabara con la convivencia pacífica y un tejido social mucho más frágil y complejo de lo que creían los progresistas.
Como decía, hoy las ideas de progresismo y conservadurismo son distintas. Una parte de la izquierda ha perdido la confianza en el individualismo y el racionalismo de Paine y ha apostado por posturas comunitaristas o anticientíficas. Y, del mismo modo, las ideas sobre la sociedad de Burke son hoy ajenas a una parte de la derecha, que cree que la política no debe tener relación alguna con los sentimientos y las pasiones y puede resumirse en una hoja de Excel. Asuntos que hace no tanto considerábamos progresistas como el divorcio, los preservativos o el matrimonio homosexual tienen un apoyo absoluto o creciente entre los conservadores, y nociones tradicionalmente conservadoras como la de propiedad privada, la competencia en numerosos sectores de la economía o los esfuerzos por limitar la inflación parecen hoy también mayoritarias en la izquierda. (Un patrón habitual en las últimas décadas, como se ve, es que la derecha acabe aceptando ideas morales de la izquierda y que ésta asuma ideas económicas de la derecha; ambas suelen hacerlo a regañadientes, pero lo hacen). Con todo, las ideas saltan tantas veces de un lado al otro del pasillo que hoy, en buena medida, no tenemos del todo claro si la libertad individual, la limitación de los poderes del Estado o la vigencia de identidades comunitarias son ideas de izquierdas o de derechas. Esto es una buena noticia y no deberíamos preocuparnos demasiado por la confusión: las ideas políticas siempre son más claras y más elegantes que la política real, y lo único realmente importante es que las buenas florezcan y las malas se descarten. Pero sea como sea, más allá de estas transformaciones, en nuestros grandes partidos —y medios de comunicación, libros y asociaciones civiles— perviven hoy tozudamente esas dos visiones políticas opuestas que ejemplificaron Paine y Burke. Porque de hecho no se trata de visiones que hoy consideraríamos estrictamente vinculadas a la política cotidiana, sino que tienen sus raíces en qué pensamos que es la naturaleza, en qué consiste el verdadero carácter humano y cuál es la finalidad de nuestro paso por la tierra.
Desde hace tiempo, se han producido numerosas llamadas a superar una distinción política tan vieja como la que separa a izquierda y derecha y a encontrar nuevas formas de ordenar las ideas políticas y la confrontación entre ellas. Sería algo deseable. Sin embargo, aunque muchos ciudadanos, medios y organizaciones se sientan incómodos con esta tajante división, lo cierto es que los discursos políticos, filosóficos e incluso literarios siguen siendo, para bien o para mal, expresiones de uno u otro campo, o al menos la sociedad siente que debe incluirlos en uno u otro para simplificarlos, comprenderlos y archivarlos. Quizá muchos sintamos que es urgente, pero lo cierto es que no hemos sabido encontrar aún la manera de superar la distinción entre izquierda y derecha que establecieron esos dos gigantes políticos que fueron Paine y Burke hace más de dos siglos. Lo cual habla muy bien de ellos y no tanto de nuestra capacidad para elaborar nuevos menús ideológicos que superen a los establecidos y resulten tan atractivos como estos.
Ramón González Férriz es editor de la revista Letras Libres en España y autor de La revolución divertida (Debate, 2012).