NO ES POR MALDAD / Pilar Eyre
Empieza marzo, el mes más cruel para el rey Juan Carlos. Porque hace sesenta y cinco años hirió de muerte accidentalmente a su hermano Alfonso. En el mes de marzo de 1956 desapareció para siempre el resplandor juvenil de los ojos de Juanito y se rompió para siempre la familia. ¡El dolor y la culpa por aquel hecho terrible han sido una pena negra que lo ha acompañado toda su vida! No hace mucho, entró un amigo de la infancia en las habitaciones privadas de Juan Carlos en la Zarzuela y lo sorprendió con una foto de Alfonsito en la mano. Cuando el Rey se giró, el amigo vio que las lágrimas surcaban sus mejillas mientras le decía entrecortadamente: “A nadie he querido como a él”. Quizá esa fotografía es una de las pertenencias que pretendía recoger cuando pidió permiso en febrero para venir unos días a España.
Eran las vacaciones de Semana Santa de 1956. Llovía incesantemente. Juanito tenía 18 años, estudiaba en la Academia General Militar de Zaragoza y acababa de jurar bandera. Alfonsito, de 14, había realizado ejercicios espirituales con su colegio, los Rosales, y los dos hermanos habían ido a ver la película ‘Locura de amor’, de Sarita Montiel, hecho pecaminoso del que habían tenido que confesarse porque estaba clasificada ‘para mayores con reparos’. En el Lusitania Expreso, en el que parten de Madrid a Lisboa, Juanito le enseña a su hermano su tesoro: una pistolita Long Automatic Star, aunque se lamenta de que no tiene balas. Pero el hermano listo, tan listo que lo llaman Senequita, el espabilado, el favorito de todos, el irresistible Alfonsito, se escapa de su niñera en Lisboa, va a una armería de la rúa dos Correeiros y compra una caja de balas del 22: “Son para mi padre”.
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Después, en Estoril, disparan a las piñas de los árboles en el jardín de los Saboya y luego apuntan a las farolas de la rúa de Inglaterra, donde viven, hasta que el padre, horrorizado, les confisca la pistola y la guarda en el secreter de su despacho. Cierra con una llave que mete en el bolsillo de su chaqueta de estar por casa. El 29 de marzo, Jueves Santo, también amanece lluvioso. Primero van a misa y después se acercan al club de golf, donde Alfonsito compite en un concurso que tienen que aplazar a causa del mal tiempo. Ahí se toma su última fotografía, junto a su íntimo amigo Antonio Eraso. Se apoyan en los palos y Alfonsito luce con orgullo sus primeros pantalones largos.
Los hermanos regresan a casa. Al pequeño le han regalado un cachorro que aún no tiene nombre y se une a sus perros Rusty, Daimil y Pardo. Juegan con ellos, sigue lloviendo, se aburren, se pegan, rompen un tibor chino, clavan en la pared del cuarto de juegos del último piso una diana de papel y le piden a su madre la pistola. María, blanda, termina por ceder y va a la chaqueta del padre, que está colgada en un perchero; coge la llave del bolsillo; abre el secreter y les entrega la pistolita con la advertencia: “Tened cuidado”. ¿Cuántas veces María se habrá de arrepentir de ese gesto fatal que cambió la vida de todos para siempre? Los chicos suben corriendo, se pelean por el arma. “Es mía”. “Pero yo compré las balas”... Juanito se hace con ella, se instala de espaldas a la mesa de billar, abre las piernas, apunta a la diana..., pero el hermano travieso, el hiperactivo, el que no está quieto nunca, da un salto frente a él... El dedo de Juanito ya ha apretado el gatillo, sale la bala inexorable y el príncipe, congelado por el estupor, ve cómo a su hermano se le vidrian los ojos y cae para atrás... Doña María siente algo muy lejano, pero ni Juan, ni Margot, ni la institutriz oyen nada. Solo Pilar dijo con la voz erizada de miedo: “Ha sido un disparo”.
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De pronto el mundo estalla, aúllan los perros, Juanito baja las escaleras en un alarido atroz: “¡Mamá!”. María y Juan suben atropellándose, todavía queda un hálito de vida en Alfonsito, pero se apaga lentamente, como el cabo de una vela. Juan coge el cuerpecillo de su hijo, el rostro intacto porque la bala ha entrado por la nariz y se ha alojado en el cerebro, y lo envuelve en una bandera de España. Y, agarrando a Juanito por el cogote, lo obliga a inclinarse sobre el hijo muerto: “¡Jura que no lo has hecho a propósito!”. Cuando llega el doctor Abreu solo puede extender el acta de defunción: el infante ha muerto a las ocho y media. La madre llora sin consuelo por un dolor que no se acabará nunca. El padre cogió el coche y recorrió sin rumbo las calles de Estoril bajo la tormenta. De madrugada, tiró la pistola al océano, apoyó la cabeza en el volante y se echó a llorar. En un rincón de la casa permanece Juanito sollozando, nadie lo conforta. Pálido, tembloroso, está a punto de desmayarse. Solo Antonio Eraso se acerca a él y lo abraza. El príncipe le dice, con la voz enronquecida de espanto por los hechos que acaban de suceder: “Quiero desaparecer, me meto en un convento... Nunca me voy a recuperar de esto”. De todas las desdichas que ha sufrido el Rey, esa ha sido la más honda. Hace sesenta y cinco años.