NO ES POR MALDAD / Pilar Eyre
Felipe, todos nos comentan que tenemos que pasear más a las niñas”. “Letizia, querrás decir a la infanta Sofía y a la princesa de Asturias... o la heredera de la Corona, como prefieras”. “Eso es una cursilada aquí y en Pompeya, mi amor. ¿Cuántas veces te tengo que decir que yo no soy como tu madre?”. “Perdona, cariño, no te enfades, que se te pone una arruguilla en el entrecejo. ¿Y dónde crees que pueden ir?”. “Hum. Lo del centro de refugiados ucranianos no resultó tan espectacular como me imaginaba, pero lo de Catalunya fue perfecto. Dejó a todos esos independentistas sin palabras. Ahora tenemos un viaje a Londres...”. “¿Londres? ¿Donde está Corinna? ¿No te parece peligroso?”. “Mi amor, no seas corto de miras. Es un partido de fútbol femenino, un combo irresistible... Aunamos deporte y feminismo, ¿a quién puede no gustarle eso? Encima las hacemos viajar solas, así nos queda un finde romántico para nosotros, ¡toda la Zarzuela será nuestra!”. “Qué bien, podemos comer con mamá y tía Irene”. “No es esa mi idea de un finde romántico”. “Claro, claro, no te enfurruñes. Eres un hacha, mi reina, este país te debe mucho”. Este diálogo imaginario se pudo dar perfectamente antes del viaje de Leonor y Sofía a Londres el pasado sábado, ya que de momento es la propia Letizia la que domina la agenda de sus hijas y es responsable de su educación.
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Para formar a las hermanas de Felipe, las infantas Elena y Cristina, se sucedió una larga lista de profesoras elegidas por Sabino Fernández Campo, entonces jefe de la Casa Real, que les enseñaron religión y protocolo. Hasta los 10 años, las infantas fueron Elena y Cristina para todos, pero a esa edad empezaron a darles tratamiento de alteza, les hablaban en tercera persona y les hacían reverencias, aunque se tratara de señoras ancianas. Las dos chicas creían que se burlaban y ellas a su vez contestaban con reverencias y grandes risotadas hasta que se dieron cuenta de que iba en serio y que, además, sería para toda la vida. “La deferencia no es para vuestras altezas, sino para la institución; la falta de respeto no es hacia las infantas, sino hacia la monarquía”, les enseñaba Sabino, que, además, apiadado de la falta de cariño con la que crecían las niñas, llegaba a acompañarlas al médico y escuchaba sus confidencias adolescentes.
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No fue igual con Felipe. A cambio de hacer la vista gorda ante la colección de mujeres que su marido paseaba (y mantenía) con total tranquilidad, la Reina consiguió que dejaran en sus manos la educación del príncipe. Su hijo adorado, del que decía a veces, arrobada: “¡Estoy enamorada de él!”. Así, Felipe se crio entre algodones, con una madre que todo se lo permitía, y se convirtió en un niño indolente, mimado, caprichoso, incapaz de esforzarse, que faltaba a sus clases con facilidad porque se le pegaban las sábanas y vivía rodeado de una endogamia de amigos pijos que no hacían más que separarlo de la realidad. ¡Aún recuerdan sus rabietas en el colegio de Los Rosales cuando no conseguía lo que quería!
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Fue otra vez Sabino el que protestó ante Juan Carlos y le dijo que la educación del heredero de la Corona no podía dejarse en manos de su madre, alejada de la cotidianidad del país sobre el que tendría que reinar en el futuro, que le hablaba en inglés y tenía nula experiencia en la educación de príncipes por mucho que en su juventud griega hubiera estudiado un curso de puericultura. Don Juan Carlos decidió entonces nombrar un instructor militar, el teniente coronel Juan Antonio Alcina, que se llevó las manos a la cabeza ante la deficiente educación de su alumno. “Tenemos que empezar de cero”, afirman que dijo con desaliento, pero al final, como el príncipe tenía buen fondo y era dócil, fue enmendándose y mucho más tarde, gracias a Letizia, aprendió el resto.
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Me contaban hace poco en Asturias que la primera vez que Felipe fue a ver a la abuela de su novia le preguntó si podía ir él personalmente a coger las bebidas de la nevera. La nieta le aclaró a Menchu el porqué de este capricho: “No ha abierto una nevera en su vida y le hace ilusión”. Desde el salón en completo silencio oyeron el clic clic de la puerta del frigorífico al abrirse y cerrarse. Varias veces.
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Es curioso porque, a pesar de la cerrazón informativa de aquellos años, conocíamos más el carácter de los hijos de los reyes de entonces que del de Leonor y Sofía ahora. Sus escasas apariciones públicas, rodeadas de fuerzas de seguridad, con la única compañía de funcionarios del Gobierno y con discursos cuidadosamente preparados no nos muestran cómo son nuestras princesas. Es evidente que el deporte no figura entre sus aficiones, ni la vela ni el esquí, aunque ahora han asistido a un partido de futbol entre Dinamarca y España dentro de la Eurocopa femenina, una competición de la que pocos sabían hasta ahora, e ignoro hasta qué punto esta actividad en Londres las acerca a los jóvenes de su edad, la generación sobre la que va a reinar Leonor.
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Han posado con las jugadoras, aunque no se han filtrado las conversaciones ni los comentarios. Da cierta pena constatar que los periodistas, faltos de material sobre el que hincar el diente, nos tiramos a lo fácil y desmenuzamos su ropa, su peinado, sus zapatos, usando las palabras más ditirámbicas y exaltadas de nuestro diccionario.
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Debemos darnos cuenta, y Letizia también, de que los altares están muy bien, pero para santos y vírgenes. Y de que cuanto más desmesurados sean nuestros elogios más alejamos a Leonor y Sofía del común de los mortales y más inaccesibles las volvemos, además de que el halago constante debilita. Como decía su bisabuelo, nunca un mar en calma hizo buenos marineros.