Letizia subió lentamente los cinco escalones, se detuvo un momento en la entrada del Instituto Ramiro de Maeztu y, como era algo teatrera, contuvo la respiración. Acababa de cumplir quince años y era el primer día en su nuevo colegio y su primera semana en Madrid. Le sorprendió que hubiera tantos adultos entre los alumnos, ya que se trataba del turno de noche, y también la amplitud de las marquesinas del patio, tan distinto de la Gesta, su escuela de Oviedo, donde había estudiado hasta entonces bajo la tutela maternal de doña Julia, su mítica directora.
Era el mes de septiembre de 1987. Su hermana Telma le dio un empujón y entraron con esa falsa seguridad que exhiben todos los recién llegados a Madrid.
■ ■ ■
Las dos hermanas, delgadísimas, rubias y con el bronceado veraniego todavía agarrado a la piel, despertaron la atención de los muchachos y se oyó incluso algún silbido de admiración en aquella España tan llena aún de tics machistas. Solo hacía dos años que el instituto era mixto y podían mezclarse chicos y chicas.
El camino había sido largo y no solo en sentido metafórico. Desde su casa al instituto de la calle Serrano habían tardado hora y media, habían tenido que coger el autobús, al que llamaban irónicamente “la Veloz”, el metro y después una larga caminata. Jesús Ortiz, el padre, había trasladado su trabajo a Madrid y, escaso de caudales, había alquilado un pequeño piso en Rivas Vaciamadrid, un pueblo aledaño en la carretera de Valencia, tan frío que, según cuenta su primo David Rocasolano.
“Las tres hermanas iban con batas gruesas y, debajo, pesados pijamas y camisetas y calcetines por encima de los pantalones, y las narices y los labios azules de frío… No había dinero para encender una estufa”, aunque añade soñador: “Estaban muy hermosas... A algunas mujeres les sientan espectacularmente bien los atavíos más insospechados”. También puntualiza en su libro ‘Adiós, princesa’: “Cenaban acelgas todas las noches”.
■ ■ ■
Fue un duro contraste, pues, para las tres hermanas pasar de la preciosa Oviedo, donde todo el mundo se conoce, donde eres la nieta de una gloria local como Menchu del Valle, a una urbanización anónima, entonces en medio de un descampado. Letizia adoraba a su padre, un hombre inquieto e inteligente que procuraba dotar de cultura cosmopolita a su familia.
Cada verano cogía su viejo Ford Escort y una tienda de campaña y las llevaba de viaje por Europa, de ‘camping’ en ‘camping’. Así conocieron París, Roma, Polonia, Suiza... Las hermanas chapurreaban varios idiomas, eran espabiladas y desenvueltas; la que más, Letizia.
Ese verano, antes de ir a Madrid, habían pasado unos días en Torrevieja con sus abuelos. El primo David se había burlado del vetusto coche familiar y Letizia, por defender a su padre, se encaró con él a puñetazos. "Mi prima siempre ha sido muy consciente de donde viene, por eso es tan luchadora y tenaz".
■ ■ ■
El Ramiro de Maeztu, el instituto que habían elegido Chus y Paloma para sus hijas, era público, laico, moderno y progresista. Daba gran importancia al deporte, también a los idiomas, y tenía una espléndida biblioteca a disposición de los alumnos. Al turno de mañana iba Pedro Sánchez, el actual presidente del Gobierno. En el horario nocturno el alumnado estaba más mezclado: en su gran mayoría trabajaba, tenía una extracción más popular, venía de barrios como la Prospe o Cuatro Caminos, era más izquierdista.
Letizia habla poco de su estancia en el 'Ramiro', ya que allí conoció a Alonso Guerrero, el profesor de Literatura con el que se casaría años después, y es, por tanto, un período incómodo en su vida. Nunca ha hecho gala de ese orgulloso espíritu 'ramireño' que tienen otros exalumnos, como Wyoming, como el ahora presidente o el desaparecido Forges. Curiosamente, tampoco hay menciones a sus condiscípulos -no parece que conserve amigos de esa época- y muy pocas de docentes. "Era muy preguntona en clase y aprobaba", dijo tan solo su profesora de Latín a cadena SER.
Fue al insti durante tres años. Hora y media para ir y hora y media para volver. La mañana la pasaba en sus clases de ballet, por la noche -cuenta la escritora Elvira Lindo- las hermanas cogían el último metro, el último autobús y llegaban derrengadas a casa a las doce y media después de un día agotador.
Mientras una anónima Letizia de quince años se volcaba en su nueva, fatigosa pero excitante vida, Felipe de Borbón, entonces con diecinueve, ingresaba con gran fanfarria periodística en la academia militar de San Javier para aprender a pilotar aviones de combate. Claro que Felipe ya había cursado su Bachillerato en el Rosales y había pasado un curso en Canadá, lo que en esa época despertó crítica y recelo. "¿Qué se le ha perdido al príncipe ne Canadá? Es culpa de esa decisión equivocada de dejar su educación en manos de su madre", argumentaban los entendidos, aunque 'sottovoce' se comentaba que se le había querido alejar de la Zarzuela por el incómodo ambiente familiar que las tiranteces en el matrimonio real propiciaban. Un ambiente familiar muy distinto del de aquella Letizia de quince años, que ya quería ser periodista "como papá" y que, en la pequeña habitación que compartía con sus hermanas, se quedaba hasta la madrugada escribiendo debajo de la sábana, a la luz de una linterna, sus impresiones del día: "Querido diario. Hoy...". Ay, quién pudiera leerlo ahora.