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AMORES Y DESAMORES REALES

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Mensajepor AMORES Y DESAMORES REALES » Dom 18 Nov, 2007 3:15 pm

otras rupturas reales
Haciendo historia: amores y desamores de la Casa Real española

La separación de la infanta Elena no es la primera en la historia de la Casa Real Española. Desde Isabel II hasta Eulalia de Borbón, la vida de los personajes de la realeza guarda otras muchas historias de matrimonios rotos, ya fuesen por interés o por amor

Autor:
María Pilar Queralt del Hierro
Fecha de publicación:
16/11/2007

El pasado día 13 los medios de comunicación confirmaban, con el aval del gabinete de prensa de la Zarzuela, el rumor que, desde varios meses atrás, circulaba en los mentideros nacionales: los duques de Lugo habían decidido «el cese temporal de su convivencia conyugal». Los titulares solían acompañarse de calificativos sensacionalistas que hablaban de situación insólita o caso sin precedentes. Craso error. La separación, temporal o definitiva, de la infanta Elena y don Jaime de Marichalar no era, ni mucho menos, la primera ruptura matrimonial en el seno de la Familia Real española. En los últimos 150 años, la familia real ha conocido, al menos, cinco separaciones matrimoniales. Eso sí, con diferencias sustanciales en cada caso derivadas tanto de los usos y costumbres de la época como de la posición respecto al trono de los afectados.
Que el matrimonio por amor es un invento moderno, es cosa sabida. Hasta el siglo XIX las bodas solían concertarse en razón de los intereses familiares bien económicos, bien sociales. Términos que en las casas reales incluían las necesidades políticas, y que convertían a sus miembros en meras monedas de cambio con las que sellar alianzas o ampliar fronteras. El resultado lógico de estas uniones eran auténticos desastres sentimentales, algunos tan predecibles como el matrimonio entre la reina Isabel II y su primo hermano Francisco de Asís de Borbón.
Guardando las apariencias
Isabel II se había convertido en reina de España a la muerte de su padre, Fernando VII, en 1833 cuando solo contaba 3 años de edad. Llegada la adolescencia, con los carlistas en la oposición y un país dividido entre liberales y conservadores, urgía casar a la reina y afianzar la dinastía con un heredero. La elección del posible candidato provocó tal crispación entre las cortes europeas que, para aliviar la tensión diplomática, se recurrió a un antiguo pacto de familia y se decidió que la joven reina que solo tenía 16 años contrajera matrimonio con su primo hermano Francisco de Asís de Borbón. Las mentes más preclaras no lo dudaron: la unión estaba destinada al fracaso. La novia era sensual, extrovertida y espontánea. El novio, escrupuloso, protocolario y metódico. Si a esto se añade una frase que la propia Isabel exclamó años más tarde, «¡Qué voy a decir de un hombre que en su noche de bodas llevaba más puntillas que yo!», o la copla que el pueblo, siempre sabio, les dedicó «La Isabelona, / tan frescachona, / y don Paquito /, tan mariquito», poco más hay que añadir. El matrimonio de los reyes se convirtió en un absoluto desastre que acabó en una civilizada separación matrimonial, eso sí, cuando la Revolución del 68 llevó a los monarcas al exilio. Una vez instalados en París, Isabel II vivió con sus hijos en el palacio de Castilla, mientras que Francisco de Asís lo hacía en un lujoso apartamento de la rue Lessueur en compañía de su fiel secretario Antonio de Meneses.
Otro tanto sucedió con el matrimonio formado por Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenbert. Pero, en este caso, la ruptura fue probablemente mucho más dolorosa, puesto que si el matrimonio de Isabel II se debió a razones de Estado, el de Alfonso XIII y Ena (como se conocía familiarmente a la reina) fue por amor. En 1905, Alfonso XIII recorrió, como en un cuento, las principales cortes europeas en busca de esposa. Y fue en Inglaterra donde cayó rendido ante los encantos de aquella a la que llamaban «la princesa más bella de Europa». Victoria Eugenia, la menor de las nietas de Victoria de Inglaterra, era una mujer bellísima, culta e inteligente, que posiblemente se temió los peores augurios cuando su boda, el 31 de mayo de 1906, se tiñó de sangre a causa de la bomba que el anarquista Mateo Morral lanzó al paso de la comitiva nupcial por las calles de Madrid. Si eso creyó, no andaba equivocada. La historia de amor que empezó como un cuento de hadas, no tardó en convertirse en un melodrama y acabó en tragedia. El desencadenante del desamor no fue sino la constatación de que la hemofilia, la terrible dolencia que había alcanzado a la descendencia de la reina Victoria de Inglaterra a través de la familia de su marido, Alberto de Sajonia?Coburgo, había afectado al primogénito de la pareja: Alfonso, príncipe de Asturias. Luego, cuando uno tras otro fueron naciendo los restantes hijos, se sucedieron los sobresaltos: Jaime (1908), sordo desde edad muy temprana; Beatriz (1909) y Cristina (1911), posibles transmisoras del gen de la hemofilia; Gonzalo (1914), el menor, también hemofílico. Solo Juan (1913), futuro conde de Barcelona, era un muchacho robusto. El amor del rey no resistió tanta fatalidad y, pasado el entusiasmo de los primeros tiempos, aun a sabiendas de lo injusto de su comportamiento, no dudó en culpar a su esposa de la escasa salud de su prole. A ello se añadieron sus diversas aventuras sentimentales con otras mujeres como la actriz Carmen Ruiz Moragas o la aristócrata francesa Mélanie de Gaufridy. Pero, de acuerdo a las leyes morales y sociales imperantes, la real pareja mantuvo las apariencias? hasta que llegó el exilio. En 1931, tras la proclamación de la República, la reina se retiró a Suiza mientras que el rey se instalaba en Roma. Prácticamente, no volvieron a verse.



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