Antropología... etnografía, etnología, etc.
PEDRO G. CUARTANGO
Actualizado:15/08/2015 03:35 horas
Al llegar a Santa Mariña de Aguas Santas, a unos 25 kilómetros de Orense, el cielo se torna plomizo. Las casas son de granito y las rúas están desiertas. Hay en el centro de la aldea una gran iglesia románica, que conserva su ábside. Está cerrada. La fachada del templo ha quedado destruida durante una reconstrucción que ha desfigurado sus rasgos. Pero el edificio sigue siendo imponente en relación al tamaño del pueblo. Lo que más llama la atención es que el recinto sacro está rodeado de tumbas que se extienden por las calles, de suerte que podría decirse que Santa Mariña es una aldea en torno a un cementerio. Hay sepulcros junto a las paredes de las casas y en el parque que tiene una fuente con tres caños con un vaso metálico para beber, colgado de un gancho.
Un hombre de unos 80 años, de palidez cadavérica y con un ojo en blanco, nos indica el camino hacia la construcción templaria donde fue quemada Santa Mariña por orden de un prefecto imperial en el siglo II. Para llegar allí, hay que andar varios kilómetros por una calzada romana, que discurre junto a un espeso bosque cuya frondosidad impresiona. Quedan los muros de lo que fue una iglesia edificada en el siglo VI y luego remodelada por los templarios. Hay una empinada escalera que desciende a un subterráneo, donde nos iluminamos con la luz de los teléfonos móviles. Hay enormes sarcófagos de piedra y un altar. En las paredes, observamos la cruz templaria y otros misteriosos signos.
Vemos una pequeña cámara con un horno y un agujero en la bóveda. Dice la leyenda que allí fue quemada la santa y que San Pedro la liberó del fuego, sacando su cuerpo por ese orificio excavado en la roca. Todavía hay en los alrededores tres fuentes que brotan del suelo, que surgieron milagrosamente cuando Mariña fue decapitada tras salvarse de la hoguera.
Hay quien dice que el horno era utilizado por los templarios para experimentos de alquimia y que el lugar albergaba unas antiguas termas celtas. Las dos cosas pueden ser ciertas porque vemos una intrincada red de pasajes subterráneos que surgen de la cripta, donde mi cuñado se topó con un gran sapo la primera vez que visitó el paraje.
Lo que ya no existe es el gran roble, situado junto a la ermita, que manaba sangre cuando alguien intentaba cortar sus ramas. Cuentan en el pueblo que hace un tiempo indefinido unos lugareños cortaron el tronco para vender el árbol como leña. Todos ellos fueron muriendo misteriosamente en el plazo de unos meses.
Volvemos al pueblo por la calzada romana y alguien recuerda que Manuel Blanco Romasanta, el hombre lobo de Allariz, nació muy cerca de allí. Fue condenado al garrote por una decena de asesinatos e indultado por la reina Isabel II. Es un caso de licantropía documentado. No es difícil imaginarse a Romasanta oculto en los espesos bosques que atravesamos para atrapar a sus víctimas. Es imposible no creer en brujas, hechizos, maldiciones y fantasmas en un lugar como éste. E incluso si alguien se toma un aguardiente podría ver el espectro de Santa Mariña en cualquier sendero.
De las pocas cosas que nos van quedando, todavía podemos sentir las emociones de recorrer esta España mágica de origen prerromano, que guarda el espíritu de los celtas y de otros viejos pobladores no sólo entre las piedras sino también en sus habitantes. Pero, queridos lectores, no se lo digan a nadie. Vengan ligeros de equipaje y disfruten de estos caminos y estas aldeas. Abandonen toda preocupación mundana y déjense llevar por esos senderos que siempre conducen a alguna parte, sea a una iglesia románica o a un caldo caliente con grelos. No hace ir de vacaciones a las islas Maldivas. Piérdase, amigo, en Galicia.
Los españoles en esto de los besos somos una cultura intermedia, y los gallegos, un poco escasos en mi opinión. Damos besos al vernos y despedirnos, pero solo cuando nos vamos por un tiempo
Ángel CarracedoCientífico, 27 de septiembre de 2015.
Reconozco que me gusta que me den besos y abrazos. Me conforta, me parece señal de confianza, proximidad y cariño, y me gustan mucho los lugares en donde tanto hombres como mujeres se los dan mutuamente, incluso sin distinción de sexos, pero hay algunas culturas donde esto les parece ofensivo o les incomoda, y hay que andarse con ojo, y esto lo cuento a propósito de un congreso del que vengo en Cracovia, donde una coreana me hizo un regalo y me aproximé a darle un beso para darle las gracias y casi la mato del susto.
Los españoles en esto de los besos somos una cultura intermedia, y los gallegos, un poco escasos en mi opinión. Damos besos al vernos y despedirnos, pero solo cuando nos vamos por un tiempo, y en algunas familias también se los dan entre los hombres, costumbre que me da pena que se vaya perdiendo, aunque se mantiene en varios países. En Italia y Francia es parecido a España, aunque los franceses dan tres besos y los italianos los dan al revés. Normalmente besamos primero la mejilla derecha, pero ellos comienzan por la izquierda. Esto es siempre muy divertido porque cuando españoles e italianos se van a dar un beso es como una competición de esgrima que acaba invariablemente con un choque de narices y un beso casto, pero en los morros, y yo creo que esto lo inventaron los italianos para ligar aún más. En algunos sitios se da solo un beso y te quedas como un tonto dando el segundo al aire o, si eres francés, dando los dos últimos.
Cuanto más subes en Europa hacia el norte, menos besos se dan y en los países de cultura inglesa, salvo en lugares con influencia latina, no les gustan demasiado y muchos lo pasan mal cuando alguien les da un beso en la mejilla y claramente les incomoda. Ya no digamos a japoneses, chinos y, por lo que se ve, coreanos, que lo pasan fatal: todos nos reímos mucho hace una semanas cuando una chica muy cariñosa de mi grupo le dio un achuchón de despedida a Toshi, un japonés que había estado con nosotros, y él puso una cara de terror y desconcierto, como pidiendo socorro, que era de filmar. Es que allí no se tocan ni aunque los maten y es para mí un misterio el cómo pueden tener hijos. Nunca se os ocurra, por ejemplo, tocar la cabeza a un niño en muchos países del este de Asia, cosa que aquí yo hago continuamente. Allí lo consideran algo obsceno y ofensivo, casi lo peor que se puede hacer.
En los países árabes el problema es el beso entre personas de distinto sexo y en Arabia Saudí debe de ser hasta delito porque no puedes ni darle la mano a una mujer. O sea que hombres con hombres y mujeres con mujeres se dan besos, abrazos y van de la mano, pero si se te olvida y lo haces con el sexo opuesto ya tienes armado un lío. Realmente no saben lo que se pierden.
En toda América latina se besan y abrazan más y en Colombia es espectacular. Allí das besos cada vez que te encuentras, cuando entras a trabajar, cuando vuelves del café, cuando te vas a comer, cuando vuelves de hacerlo, al despedirte, al levantarte, al acostarte y eso con toda la gente del trabajo, amigos y familia, de modo que como sea esta un poco numerosa te dedicas varias horas del día al tema, y, aunque la productividad se debe resentir, a mí me gusta. Cuando vuelvo a España lo echo de menos, tengo mono de mimos como un drogadicto y siempre pienso lo mal que lo tienen que pasar ellos al venir aquí. Y no digamos si van a países de influencia inglesa por la falta de ese contacto físico y cariño al que están acostumbrados y que allí no van a tener.
Yo creo que darse besos y abrazos es muy sano y que, en los países en donde no se hace, la gente se vuelve neurótica. Por eso la nueva costumbre de regalar abrazos por la calle me parece muy saludable. Y es que ahora en algunos sitios y, particularmente en el Canadá francófono -como en Quebec-, te encuentras con grupos de chicos y chicas que regalan abrazos a los transeúntes. A mí me parece que en Quebec hicieron aumentar el turismo de los anglófonos de Canadá necesitados de afecto, y que van allí el fin de semana para recibir su ración de mimos. Hasta seguro que disminuyen la mortalidad y salvan vidas de gente deprimida, pero ojalá que aquí no lleguemos a ese extremo y empezando por la intimidad familiar y siguiendo por el día a día nos achuchemos cada vez más.
Una de las cosas que más me divierten en las reuniones internacionales es averiguar por el acento de qué país son los que hablan
Ángel Carracedo 25 de octubre de 2015. Actualizado a las 10:11
Una de las cosas que más me divierten en las reuniones internacionales donde están representados muchos países es averiguar por el acento de qué país son los que hablan y esto, en general, es fácil en Europa. Italianos, griegos, alemanes, franceses, noruegos, portugueses o de cualquier país, todos llevan en el acento una seña de identidad que, por muy perfecto que sea su inglés, delata su origen sin problema. En países con diferencias regionales importantes como el Reino Unido, igual que aquí cuando el que habla es español, con dos palabras que diga sabemos si es vasco, gallego, catalán, andaluz o canario, si conoces bien el país del orador, hasta puedes averiguar de dónde es exactamente. En la mayoría de los países hay más lenguas y acentos de lo que pensamos y a mí esta diversidad lingüística y fonética me encanta, y creo que es un valor cultural que debemos preservar a toda costa.
Aquí, como tantos de nosotros, empleo indistintamente mis lenguas paterna y materna, el gallego y el castellano, y mis charlas divulgativas en Galicia siempre las doy en gallego, como es natural. En el resto de España hablo en castellano y en la mayor parte de las reuniones y conferencias empleo el inglés, que es la lengua de la ciencia. Por eso prácticamente todo lo que escribo lo hago en ese idioma, que utilizo a diario. En Francia intento recuperar mi oxidado francés en mis charlas, porque son tan chauvinistas que te ganas ya al auditorio solo con intentarlo. En Brasil y Portugal empleo el gallego con alguna palabra de cortesía en portugués y en Italia siempre les pregunto antes de la conferencias si quieren que les hable en inglés o en mi itañolo y, como tienen tantas dificultades con el inglés como nosotros, siempre me responden que en itañolo, que es una mezcla que empieza siendo un 70 % italiano y acaba siendo una mezcla a partes iguales de gallego, castellano e italiano que les hace mucha gracia y no tienen problemas para entender.
Pero todas estas lenguas las hablo con el único acento que tengo, que es el gallego, y envidio a mi amigo Xavier Alcalá, quien, además de hablar varios idiomas, imita cualquier acento, y a mi hijo Guille cuando habla portugués o a mi hija Mar, que puede imitar hasta el acento australiano cuando habla inglés.
El mezclar tantas lenguas lleva inevitablemente a malentendidos. Ya de niños desconcertábamos en casa a mi madre, vallisoletana, cuando al acabar de comer decíamos «¡qué bien comí!», y ella nos preguntaba invariablemente cuándo, ya que deberíamos decir «¡qué bien he comido!». Siempre recuerdo cuando de pequeño en Castilla fui a buscar leche a la tienda que no era y como, claro, no la tenían, pregunté «¿y luego?». Y la contestación del empleado, «luego, tampoco», me pareció muy maleducada, porque mientras para nosotros «¿y luego?» es «¿y por qué?», para ellos es «¿y después?».
Y es que hay también palabras con significados contradictorios en otros idiomas que ya me podrían explicar los lingüistas por qué evolucionaron de modo tan distinto. Así, como los gallegos en general sabemos, si te invitan a comer en Portugal o Brasil no puedes decir que la comida es «exquisita» porque allí eso significa «malo y raro» y se pueden ofender; en cambio, si dices «espantoso», quedas de maravilla, porque significa «genial». En muchos países de Latinoamérica ya no sé cómo sustituir la palabra «coger», e inevitablemente «cojo» autobuses, bolígrafos, personas y gripes, y se parten de risa con algunas de las cosas que somos capaces de coger.
Pero donde más vergüenza pasé, y aún me pongo colorado al recordarlo, fue hace ya años con una amiga inglesa que nos vino a visitar y con la que me puse a jugar al tenis de mesa. Para animarla, quería decirle que su revés era muy bueno, pero con mi inglés autodidacta utilizaba la palabra backside (culo) en vez de backhand, y no paraba de decirle que su backside era de alucine, que lo tenía perfecto y que nunca había visto nada mejor. Más tarde, entre risas, me confesaba que al principio pensó que los españoles éramos así de ligones, pero que, como insistía tanto, estuvo a punto de salir corriendo pensando que era un violador en potencia o algo así.
No puedo acabar sin recordar a mi amiga Leonor, una investigadora portuguesa muy brillante con la que compartí unas charlas en Brasil. El portugués que hablan en Portugal es fonéticamente muy complejo, pero el de Brasil es mucho más sencillo, parecido al gallego. Como Leonor tiene un acento lisboeta muy cerrado, en Brasil algunos la entendían muy mal y pensaban que ella era la gallega y yo, el portugués, lo que la enfadaba mucho. El colmo fue en el aeropuerto, volviendo los dos, cuando hablando el uno con el otro, ella en portugués y yo en gallego, la empleada que nos atendía nos dijo en perfecto inglés: «Lo siento, tenían asientos de emergencia, pero les tengo que poner atrás porque ahí solo pueden ir los pasajeros cuya lengua materna sea el portugués». Ella no dijo una palabra, cogió las tarjetas de embarque y después me soltó toda «chateada»: «Estes brasileiros até não sabem que o português vem de Portugal».
HIJOS DE LA SELVA
Está empezando el siglo XX y entre la espesura del Alto Xingu, en el estado brasileño del Mato Grosso, vemos aparecer, junto al río, a un alemán alto, pálido y flaco acompañado de dos muchachos, tres burros y una mula. Están completamente perdidos. Expresando el espíritu del momento mejor que cualquier diálogo posible, la mula sale desbocada y se echa al agua y el más joven de los dos guías, apenas un niño, se echa a llorar desconsolado.
La figura de Max Schmidt lo tiene todo de novelesco, pero con pocas de las características de esos héroes de una pieza que pueblan las fantasías coloniales de un Rider Haggard, por ejemplo, y sí muchas del Quijote cervantino. Un hombre que dedicó su vida al trabajo etnográfico en la espesura de la Amazonía y el Chaco americano, con una vocación absorbente e ingenua. En palabras de los antropólogos argentinos Federico Bossert y Diego Villar, «un perdedor, un fracasado institucional. Un tipo que tuvo que abandonar Alemania, dirigió un museo solo en Paraguay, donde tenía que hacer de etnógrafo, de secretario, de museólogo... Hasta de portero. Y además un tipo muy retraído, tímido, enfermo. El prototipo del antihéroe».
Hijos de la selva/Sons of the forestes la obra en la que Bossert y Villar sacan a la luz el trabajo fotográfico de Schmidt, quién consiguió acumular en sus diferentes viajes un archivo fascinante sobre los guatós, paresís o umotinas del Mato Grosso, o los chiriguanos, isoseños, chorotes y nivaclés del Paraguay, entre otros. El tercer hombre en esta labor de recuperación ha sido el editor, Viggo Mortensen, fundador de la editorial californiana Perceval Press, a la que se dedica en paralelo a su carrera como actor.
Acompañados por el arqueólogo y naturalista Jordi Serrallonga, hablamos con Bossert y Villar en una sala acristalada del Museu Blau de Barcelona, dedicado a las ciencias naturales, donde se presenta la obra al público español. Al otro lado del vidrio, apartado, Mortensen escribe en su ordenador. Quizás consciente del doble filo de su poder de convocatoria, ocupa un segundo plano ante el público, dejando que brillen especialmente las explicaciones de los dos antropólogos y el objetivo de todo esta labor, las preciosas fotografías de Schmidt.
Bossert y Villar no conocieron el trabajo de Schmidt hasta que ellos mismos se acercaron al campo, acabando la carrera en Buenos Aires: «Hicimos nuestras tesis de licenciatura y doctorado con los chané, en el Chaco Occidental. Schmidt trabajó con los isoseños y chiriguanos, parientes de los chané, y así leímos ese trabajo y nos acercamos a la producción de Schmidt en castellano, que por lo demás es muy desconocida. Incluso en los estudios paraguayos que tratan sobre grupos que él estudió, se lo cita muy poco».
Cuando Schmidt viaja por primera vez a América en 1900 para estudiar a los pueblos de la selva brasileña (inspirado por su maestro del Museo Etnológico de Berlín, Karl von den Steinen) se plantea ya un método de trabajo completamente divergente de las tendencias del momento.
«Primero, rompe con la antropología de gabinete, la de grandes teóricos como Frazer, que mandaban cuestionarios a misioneros, naturalistas y militares y después construían sus obras magnas con los resultados», afirma Villar. Y continúa Bossert: «En esa época la antropología no estaba demasiado separada de la geografía. Las expediciones etnográficas, sobre todo a zonas como el Mato Grosso o el interior del Chaco, eran grandes expediciones. Pertrechadas militarmente, con una guarnición de caballos... Viajar como lo hacía Schmidt, solo, con la intención de quedarse en un lugar, aprender la lengua, convivir en un sólo grupo... Era algo absolutamente novedoso. No es que no hubiera pasado nunca, pero era completamente atípico por muchas razones. Y es algo que veinte años después, con la publicación de Los argonautas del Pacífico occidental de Malinowski se convirtió en la metodología ortodoxa de la ciencia antropológica: ir a un lugar, quedarse, aprender la lengua...»
En aquel primer viaje, el plan originario de Schmidt era permanecer un año entero residiendo junto a los pueblos de los ríos Xingu y Curisevo. Visitó, entre otros, a los xinguanos y bacairís, pero una sucesión tragicómica de accidentes y calamidades hicieron que nunca cumpliera con la estancia deseada. Ya en aquel viaje quedan claras las trazas del método y el espíritu de Schmidt: intenta integrarse, se desnuda, se hace tatuar por sus anfitriones; utiliza sus modestas dotes como violinista para tender puentes con los indios, especialmente con los niños; deja clara su incapacidad como negociador y en ocasiones se retira de una sesión de trueque, literalmente, con lo puesto y nada más.
Schmidt dedicó su vida al estudio de los pueblos de la selva amazónica, a la que volverá en un par de ocasiones en las primeras décadas del siglo, mientras desarrolla su tesis sobre los arawak y pasa a ocupar el cargo de director de la sección sudamericana del Museo Etnográfico de Berlín. Pero el transcurrir del tiempo y las presiones crecientes del nazismo en el panorama científico alemán dejan clara la heterodoxia de Schmidt y su concepto poco habitual de la vocación.
«En 1929, él dimite, se va de Berlín y se viene a América. Pasa por Brasil y se instala en Cuiabá, un centro neurálgico, la puerta de entrada al Mato Grosso. Evidentemente con la intención de seguir metiéndose en la selva, haciendo su investigación, tal vez ya por él mismo, por amor a la ciencia y una vocación muy personal de convivir con los indígenas. Pero algo pasa que lo lleva a desistir de ese plan y a aceptar la oferta de dirigir el flamante museo etnográfico de Asunción, que se acaba de fundar», explica Federico Bossert.
En los años 30 se producirá el segundo gran trabajo de campo de Schmidt, esta vez en el Chaco paraguayo. «Cuando él llega a Asunción, a eso del año 30, ya era muy difícil entrar a hacer estudios en el Chaco. El conflicto ya estaba en el aire», afirma Bossert. «En el 35, apenas acabada la guerra, la Sociedad Científica del Paraguay lo invita a visitar algunos de los campamentos militares. Y él entra en el Chaco acompañado por militares, es un viaje completamente diferente de los del Mato Grosso. Se ve en las fotos, era sin duda el tipo de viaje que a él no le gustaba hacer.»
Continúa Villar: «Se puede contar de las dos formas. En cierto sentido le permitió acceder a un montón de grupos juntos en nuevos campamentos, a la vera de los establecimientos militares; le facilitó la entrada. Pero a la vez lo que presenció era una realidad de posguerra inmediata, desgarradora.»
Las fotos de la realidad chaqueña ponen de relieve una cualidad importante de la mirada fotográfica de Schmidt. «Él adhería a los ideales de su escuela antropológica en Alemania, que privilegiaba el estudio de los “pueblos de la naturaleza”, porque creían que era un modo de acceder a formas más sencillas de sociabilidad en las que se podían estudiar cosas que compartía todo el género humano. Buscaban encontrar a pueblos con el menor contacto posible, o sin contacto, pero en las fotos de Schmidt tienes testimonios privilegiados de la transformación de las sociedades indígenas. Jamás rehuyó dejar testimonio de eso», aclara Bossert.
Hay ejemplos de esto en las fotografías de Mato Grosso, y vuelve a aparecer en las del Chaco. Indígenas enrolados en el ejército paraguayo, vestidos con uniforme, posando junto a oficiales criollos... Poblados improvisados junto a los fortines, y elementos de la modernidad más actual. «Hay una foto donde se ve a un wichí guisnai con la camiseta de un equipo de fútbol. Yo creo que es del Cerro Porteño, quizás, ¡pero Viggo quiere creer que es del San Lorenzo!» afirma Villar entre risas, refiriéndose al equipo argentino del que es público y devoto hincha su editor.
Schmidt aporta una mirada propia en un contexto fotográfico donde la norma era el racismo de lo exótico. «En el Chaco mismo, en los 30, había una producción fotográfica muy exotizante. A las indígenas las ponían siempre desnudas, rozaba lo pornográfico. Se comercializaban postales completamente posadas, armadas», apunta Bossert. «Y la gran fotografía de los indígenas chaqueños del momento era la antropométrica, que convertía a los indígenas en objetos, en cuerpos, midiéndolos.»
Las fotografías de Hijos de la selva apuntan a una relación completamente diferente. «Sobre todo si ves los retratos. Vos vas a ver siempre expresiones, acá. Incluso en retratos de personas paradas ante una pared, que es lo que hacía la fotografía antropométrica, vas a ver expresiones, una mirada que vuelve sobre el fotógrafo. Y vas a ver mucha gente riendo, eso también es extraño. Ves interioridades, ves subjetividades», explican Villar y Bossert. «Esto también es una impresión que uno se hace conociendo a Schmidt, habiéndolo leído, sabiendo cuál era su mirada humanista, su valorización del indígena... Y su búsqueda de la empatía. Él se integraba, y entonces son fotos íntimas. Fotos que no hubieran podido ser producidas en el marco de esas grandes expediciones que decíamos antes, que eran una gran disrupción en la vida social de las aldeas que visitaban.»
Schmidt falleció en Asunción en 1950. Por entonces, su círculo social se reducía a unos pocos amigos, como el doctor Andrés Barbero, cuyo nombre adoptaría el museo etnográfico, y los detalles de su muerte fueron, en cierto sentido, tan melancólicos como la narración de alguna de sus accidentadas campañas. Falleció de lepra y, ante el miedo de que pudiesen ser vectores de contagio, se quemaron muchos de sus diarios y los objetos que había recogido en el campo, como telas y tejidos. Al fallecimiento le siguió un anonimato que Bossert y Villar intentan corregir.
«Si tuviera que decir una razón para ello diría la biográfica. No era una persona carismática, que funda una escuela y deja un legado muy visible», afirma Villar. Bossert añade: «Además era alguien que en la gran mayoría de sus escritos no teorizaba. Era estrictamente empirista. Minuciosísimo. Eso también va a contrapelo de la dirección de la antropología desde mediados del s. XX.»
Su heredera más directa sería su sucesora en el museo, a quien además no llegó a conocer: Branislava Susnik, eslovena, otra exiliada que arraigó su vida en Paraguay. «Otra razón que se me ocurre para este desconocimiento», comenta Villar «es que Paraguay se construyó en lo indígena como un país guaraní. Y tanto Schmidt como Susnik proponen otra lectura, que sin dejar de lado lo guaraní pone en un sitio importante a lo chaqueño, a otras tradiciones culturales que no son guaraníes, en una especie de contrahegemonía».
El proyecto de Villar, Bossert y Mortensen, de hecho, va a continuar con una exploración del trabajo de Susnik: «Al principio íbamos a hacer un libro con el material de Schmidt y Susnik juntos, pero luego vimos que era tan rico que daba para dos libros. Y habrá un tercero, que será un libro diferente, no de historia de la antropología. Hemos estado repartiendo cámaras desechables entre los grupos del Chaco salteño occidental (nivaclés, chorotes, wichís, chanés, guaraníes...) Y ellos se sacan sus propias fotos, y después volvemos y la idea es que ellos las glosen y expliquen qué mereció para ellos transformarse en imagen. Después de hará una selección y se traducirán las glosas al inglés y castellano. Trataremos de evitar en la medida de lo posible la mediación del antropólogo y el editor y ver qué quieren mostrar ellos.» Sigue Villar: «Es interesante porque puedes tener fotos culturalistas, sobre cómo hacen la cerámica o las máscaras o como van a cazar, pero también fotos de familia, como las que hacemos todos en un cumpleaños, y también fotos de denuncia política. Fotos de aviones tirando pesticidas en los campos, de sojeros, de peleas con la policía y esas cosas. Algo complejo y heterogéneo.»
Bossert añade: «La situación de los indígenas en el Chaco argentino y paraguayo no es óptima: hay problemas de deforestación, falta de tierras, falta de agua, desnutrición... Hay un desamparo terrible. Y las cámaras de foto se pueden usar para registrar situaciones de agresión».
En las fotografías, la postura de Schmidt delata a uno de esos hombres desgarbados que se acostumbran a encorvarse como pidiendo disculpas por su altura. Las gafas, los hombros encogidos, el mostacho blanco... Los detalles encajan demasiado bien en el retrato de una biografía quijotesca, tan desgraciada en su momento como simpática para la posteridad. Más allá de la estampa, quedan —lo que importa bastante más— un trabajo honesto y humano y algunos pequeños momentos, apuntes no más, en que el romántico alemán sale a pasear por unos diarios de campo claros y puntillosos:
- «El viaje, a pesar de todo, era agradable. Cuando nuestro bote se deslizaba muy tranquilamente por la orilla del río antes del anochecer, largas bandadas de araras pasaban de dos en dos sobre las aguas, centelleando su plumaje rojo y azul sobre los reflejos del sol poniente. No había hallado lo que había venido a buscar: una vida confortable entre los hijos de la selva. Los esfuerzos sobrehumanos invertidos, la constante inquietud, todo esto me proporcionó pocos momentos de placer, y ahora ya estaba regresando.»
Antropología... etnografía, etnología, etc.
El 'burka' genital
Regreso de un viaje prenavideño a Múnich. La Navidad es más entrañable, más parecida a la estampa dentro de una bola de cristal en la que nieva, cuanto menos meridional es la ciudad que la recrea. Múnich tenía un espíritu navideño tal que sólo con respirar profundo en la Marienplatz, con sus puestitos de adornos y los juglares que anunciaban su presencia con una campana como los leprosos medievales, incurría uno en el riesgo de sucumbir a un coma diabético. Cuánto amor. Cuánta felicidad sonrosada y burguesa. Cuántas sonrisas entre desconocidos. Más que a Navidad, a lo que olía en todas partes es a ese infecto y dulzón vino caliente con especias que los muniqueses beben en tazas de porcelana confirmando que la resistencia germánica en el limes del Rin aplazó varios siglos la incorporación del sentido hedonista mediterráneo del que los romanos dotaron a los galos a tiempo de que aprendieran a amar el vino y no hacer con él cosas extrañas que ya tienen medio confeccionado ese vómito del borracho que expulsa, mezcladas, la cena y la bebida. La de cerveza turbia que tuve que ingerir para exudar por los poros un olor alcohólico diferente que me tapara el del punsch. Que así se llama el trago, así de parecido a putsch, y en Múnich. Una taza llena de golpistas de cervecería en estado líquido.
Con todo, el choque cultural más llamativo que sufrí en Múnich no fue el de la taza de vino que en un delirio ucrónico podríamos habernos visto obligados a consumir por ley todos los europeos conquistados, sino el de la sauna. Con cada viaje que hago, Alemania y sus gentes me gustan más. Incluso con ese idioma que, según Carlos V, era el adecuado para hablar con el caballo, de igual forma que el francés lo era para hablar a las mujeres: reparo ahora en que la pobreza de mi vida sentimental tal vez se deba a que siempre lo hice al revés. Ahora, cómo me aman los caballos. Pero hay algo de los alemanes que aún se me hace extraño. Me explico.
Aproveché un rato libre en el hotel para bajar a la sauna y la piscina interior. Al llegar allí me encontré, entre vapores, a un hombre completamente desnudo que, de pie, leía un libro con el pene olvidado en su verticalidad mansa. Cáspita, me dije, qué desvergonzado. Un chiflado. Un exhibicionista. Podría abatirlo de un disparo y el juez me agradecería el servicio prestado a la moral pública. Mi traje de baño hasta la rodilla me permitió disfrutar de un instante de civilización superior, con pudor y recato. Pero ese hombre no estaba solo en su desviación. Correteando por las duchas, entrando y saliendo del baño turco y la sauna escandinava, por todas partes, había hombres y mujeres desnudos cuya espontaneidad convirtió mi traje de baño en el burka genital de un acomplejado. De un Alfredo Landa cualquiera entre la explosión de las carnes nórdicas. No sabía dónde mirar sin parecer un voyeur sátiro. Cáspita, volví a decirme, a ver si por error me he metido en un club de intercambio de parejas o algo así, y se me va a requerir algo con lo que trocar antes de caer en manos de una hermosa tedesca sobre la cual derramar tazas y tazas de punsch en la embriaguez wagneriana definitiva. Pero qué va. No había un ápice de erotismo. Resulta, simplemente, que los alemanes tienen una relación distinta con la desnudez, incluso en los lugares públicos, incluso con hombres y mujeres mezclados, por lo que se muestran con tanta naturalidad que el traje de baño termina siendo la auténtica infracción protocolaria. Pero es verdad, y pude comprobarlo en aquella sauna, que la sensualidad depende en parte de la ocultación y de la aventura del descubrimiento. Los cuerpos desnudos expuestos sin misterio nunca serán otra cosa que un vestuario deportivo o un descarnado muestrario anatómico más científico que sensual. Los cuerpos así desnudos son al sexo lo que un spoiler a la narración. Sólo yo, con mi traje de baño, salí de allí con un secreto. Los demás se confesaron enteros. A ver si por eso no hablaban en francés.
xxx.xlsemanal.com/davidgistau
La naturaleza no cree en el amor
Cantaba Deluxe: El amor no es lo que piensas
La naturaleza no cree en el amor
El amor romántico puede no estar inscrito en nuestra biología, como muchos otros rasgos que después de un reciclaje evolutivo se han convertido en aspectos muy humanos
Hay una anécdota, probablemente apócrifa, protagonizada por el presidente de EEUU Calvin Coolidge y su esposa Grace que ilustra un fenómeno amenazador para cierta idea del amor. Durante una visita a una granja de pollos, la pareja avanzaba en grupos separados y le tocó a la Primera Dama llegar antes a la zona utilizada para cruzar a los gallos y a las gallinas. Allí, después de que un empleado explicase el proceso, la señora Coolidge le planteó una duda: "¿Cuántas veces al día monta el macho a las hembras?". "Muchas veces", respondió el granjero. Y ella remachó: "Pues ahora, cuando el presidente pase por aquí, se lo cuenta".
Cuando el presidente llegó al mismo punto de la visita, el empleado le dio el recado que había dejado su esposa y dejó pensativo al presidente. "Entonces, dígame, ¿el gallo elige siempre a la misma gallina cada vez que lo hace?". "No, no, a una diferente cada vez", respondió el granjero. "Por favor", contestó el presidente, "cuéntele eso a la señora Cooldige".
Esta historia es la que da nombre al Efecto Coolidge, un término empleado por los biólogos para explicar un fenómeno habitual entre los mamíferos. El interés sexual, en particular entre los machos, se incrementa ante la presencia de nuevas parejas. Por eso, quizá sea deseable cierto grado de escepticismo cuando cuatro hombres cantan que solo piensan en ti.
Aunque el efecto Coolidge se ha observado con más intensidad en los machos, algunos rasgos de nuestra fisiología muestran que, probablemente, tampoco ellas evolucionaron para entregarse a un solo hombre. La evolución es una batalla cruenta en la que hay que adaptarse a circunstancias cambiantes para no quedarse en el camino y de esa batalla quedan vestigios que nos pueden dar una idea de cuáles eran las amenazas que se afrontaron.
Gordon Gallup, psicólogo evolutivo de la Universidad del Estado de Nueva York, ha realizado una serie de experimentos para tratar de explicar la forma del pene humano, de mayor tamaño que en otras especies de grandes simios, incluidos los gorilas. Su longitud y la peculiaridad de su forma, con el glande en la punta, podría haber aparecido para actuar como una especie de bomba de vacío que extrajese el semen de machos anteriores. Esto implicaría que las hembras también tienen tendencias promiscuas.
La diferencia de intereses evolutivos entre hombres y mujeres también habría producido un desfase entre los ritmos sexuales de ambos. Según esta hipótesis, ellas estarían preparadas para tener relaciones sexuales consecutivamente. Después, en el interior de su aparato reproductivo, se realizaría la selección del espermatozoide más adecuado para la fecundación. Esto explicaría porqué la eyaculación masculina es normalmente única y relativamente rápida y las mujeres están preparadas para sesiones de sexo más prolongadas y con varios orgasmos, o el motivo de los excitantes gritos femeninos, que cumplirían la función de atraer a nuevos candidatos a la paternidad.
Ejemplos como los anteriores sugieren que el ideal del amor con exclusividad sexual incorporada, probablemente, no forma parte de nuestra naturaleza. Quizá por ese motivo, precisamente, es una aspiración compartida por millones de personas en el mundo. Poca gente desea con tanta intensidad algo que puede conseguir con facilidad. No obstante, como recordaba en Materia el antropólogo Michael Tomasello, conocer determinados rasgos de nuestra naturaleza no implica que no podamos aspirar a sobreponernos a ellos si eso nos parece lo correcto. El racismo es un mecanismo integrado en nuestra biología y eso no significa que tenga que ser aceptable.
Por otro lado, la evolución es un proceso continuo, y los humanos llevamos siglos reutilizando capacidades surgidas en la sabana africana para realizar todo tipo de nuevas actividades. La lectura, por ejemplo, es posible porque nuestro cerebro reutiliza nuestra capacidad para reconocer rostros u objetos. Hormonas como la oxitocina o la vasopresina sirvieron durante millones de años para regular el comportamiento reproductivo de los mamíferos, estrechando lazos entre los progenitores y entre estos y sus crías, y estas mismas hormonas debieron de facilitar la creación de los vínculos que hicieron posible la aparición de una especie tan social como la humana. Después, como recordaba un estudio publicado en Nature la semana pasada, la aparición de las religiones permitió amplificar ese mecanismo hormonal para superar los vínculos de la tribu y comenzar a construir imperios.
Es probable que el amor que algunos celebrarán en San Valentín, con una exclusividad sexual perpetua, tenga tan poca relación con la naturaleza humana como las creencias religiosas. Sin embargo, es difícil discutir que ambas han desempeñado un papel. Calvin Coolidge, el protagonista de nuestra historia inicial, decía algo respecto a la religión que hoy puede resultar hoy chocante en una democracia: “Nuestro Gobierno descansa en la religión. De esa fuente derivamos nuestra reverencia por la verdad, la justicia, la igualdad y la libertad, y por los derechos humanos”. Quién sabe si dentro de un siglo, nuestra forma de vivir el amor parecerá igual de estrambótica a los habitantes del futuro.
Antropología... etnografía, etnología, etc.
Javier Marías Martes 03 de mayo de 2016,
UNA de las cosas más agotadoras de nuestro país –aunque no sólo de él– es que, de un largo tiempo a esta parte, todo se tome a la tremenda y con enormes dosis de exageración. Hechos, declaraciones, bromas, opiniones que hace unos años habrían pasado casi inadvertidos son hoy pretexto para que los periodistas, tertulianos, tuiteros y demás, se mesen los cabellos y se rasguen las vestiduras. Bueno, ojalá fuera eso. En realidad sus camisas y sus cabelleras permanecen intactas, y los que quedan andrajosos y despeinados son los objetos de su ira, y cualquiera lo podemos ser. Basta con que alguien meta la pata (poco o mucho), con que se muestre guasón respecto a un colectivo o individuo “blindados” por la corrección política actual, con que diga que está harto de los dueños de perros y de la ridícula adoración que les profesan, o de los ciclistas imbuidos de superioridad moral respecto a los peatones; con que no condene abiertamente los toros, con que tenga dinero fuera del municipio en el que vive, con que critique a una mujer (insisto, a una, no al conjunto de ellas), con que desdramatice la derrota de su equipo de fútbol, para que sobre ese alguien caiga un alud de reproches, censuras, anatemas e insultos, cuando no amenazas de muerte y mutilación. Los españoles vivimos, de nuevo, en constante indignación. Pero, dado que no nos faltan motivos para ella, lo que resulta difícil de explicar es por qué los seguimos buscando donde no los hay. Es como una adicción: cada día tiene que haber algo nuevo que nos soliviante y escandalice, que suscite nuestra condena y haga salir de nuestra boca las reconfortantes palabras “Es intolerable”, o bien “Hay que castigar a esta persona, o a esta empresa, o a esta institución”. Hace poco, el autor de un libro crítico con muchos de los que escribimos en prensa sin ser “expertos”, declaraba que con su denuncia no pretendía que se pusieran límites a la libertad de expresión, pero a la vez pedía que se “despidiera”, “expulsara” o “eliminara” (sus verbos) a los opinadores que le desagradan tanto. Me temo que esa es la hipócrita actitud de buena parte de nuestra sociedad: que cada cual diga lo que quiera, pero ay del que diga lo que a mí me parezca mal, porque entonces procuraremos su linchamiento virtual, su despido, su expulsión y su eliminación.
Lo peor es que la mayoría de los “linchados” se achanta. Hay algo muy semejante al terror a ser señalado por la jauría de tertulianos, tuiteros y locutores justicieros que aguardan con avidez la aparición de un nuevo reo. La gente tiene pánico a ser tachada de sexista, machista, racista, antianimalista, imperialista, colonialista, eurocéntrica (no sé qué se espera de un europeo: ¿que adopte una mirada china, argentina o pakistaní? Lo veo un tanto forzado, la verdad). Poco a poco ese temor conduce a la autocensura y a andarse con pies de plomo, porque esos pecados no sólo se atribuyen a quienes en efecto los hayan cometido, sino a cualquiera que no se una, siempre y en toda ocasión, a la vociferación condenatoria. A mí me parece muy preocupante una sociedad que cada vez se parece más a esas personas que merodean a las puertas de los juzgados para insultar y lanzar maldiciones al detenido de turno, normalmente esposado y por lo tanto indefenso en esos momentos, por grave que sea el delito del que se lo acusa. Se trata de una sociedad ávida de sangre (hasta ahora sólo metafórica, por suerte), que cada mañana da la impresión de levantarse con la siguiente ilusión: “A ver quién cae hoy”. Tan grande es la ilusión que si no cae nadie con motivo, se inventa o se magnifica alguno para no quedarnos sin nuestra ración.
Claro está que no toda la sociedad es así. Entre nosotros sigue habiendo gente ecuánime, razonante, proporcionada, que sabe restar importancia a lo que no la tiene. Pero lo propio de esta gente es permanecer callada, o al menos no alzar la voz, de tal manera que lo que predomina y se oye es el griterío incesante de los airados, de los furibundos, de los que desean despedir, expulsar y eliminar. Estamos en una peligrosa época en la que se consienten y admiten hasta la más peregrina susceptibilidad y la más arbitraria subjetividad. “Si yo me siento ofendido, hay que escarmentar al ofensor”, es el lema universalmente aceptado, sin que casi nunca se pongan en cuestión las excesivas suspicacia o sensibilidad o intolerancia de los supuestamente ofendidos. La prueba es que muchos de los anatemizados se disculpan mediante la siguiente fórmula: “Si he ofendido a alguien con mis palabras o mi comportamiento, le pido perdón”. Siempre habrá “alguien” en el mundo a quien agravie nuestra mera existencia. Ya va siendo hora de que algunos contestemos de vez en cuando: “Si he ofendido a alguien, me temo que es problema suyo y de su delicada piel. Quizá convendría que acudiera al dermatólogo”.
El enterrador de Pedernales - Manuel Jabois
Froilán Cevallos frente a uno de los ataúdes abandonados después de las últimas exhumaciones.
El enterrador de Pedernales
Tres meses después del terremoto, Froilán Cevallos cuenta su historia: "Yo debajo de la cama donde duermo tengo un muertito entero que me protege"
Manuel Jabois
El día en que Pedernales tembló, su enterrador, Froilán Cevallos, se echó al suelo para abrazarlo.
-Me sacudía tanto que parecía que se me estaba batiendo hasta el cerebro. Cuando alcé la mirada todo era una polvareda. No se escuchaba la caída de los edificios sino el rugir de la tierra. Batía el suelo como un movimiento de olas. Si llega a demorar un minuto entero estaríamos todos muertos.
A Lys Arango, periodista y responsable de prensa de Acción contra el Hambre, Cevallos le contó que a los pocos días vio llegar a su cementerio a sus hermanos y sus amigos metidos en féretros.
-Los que no cupieron o los que no tenían dinero para costearse los gastos, fueron apilados en fosas comunes. Vi cómo las máquinas levantaban cabezas, pedazos de brazos y piernas e iban a parar a las escombreras. El Gobierno dice que fallecieron cerca 100 personas en Pedernales, pero nosotros sabemos que hubo muchos más.
Le pregunté a Arango cómo es un terremoto. Ella acudió a Ecuador tras el primer seísmo. Días después, junto a otros trabajadores de la ONG, se encontraba hablando con varios supervivientes cuando la tierra empezó a tabletear y finalmente se quebró, provocando un colapso en la puerta del edificio en el que se encontraban.
-El suelo salta, se rompe -dice
De aquella charla de la ONG hubo gente que salió arrastrándose por el suelo moviéndose con los codos como en un ejercicio militar. De sus casas no quedaba casi nada, sólo alguna pared y un techo. Pero habían dejado a sus hijos en ellas.
Cuando la tierra tiembla en Pedernales Froilán Cevallos piensa en sus muertos. Lys Arango fue a visitarlo al cementerio: lo encontró junto a su hijo y tres muchachos preparando una tumba a la que trasladar el cuerpo de una mujer y su hijo, enterrados en una bóveda ajena. “Yo soy analfabeto, nunca fui a la escuela”, le dijo. “Mi hijo viene a ayudarme porque me ve viejito, y eso le honra. Yo aprendí desde muy niño a trabajar en el campo, con el machete: me hizo persona de bien”.
Cuando ocurrió el terremoto lo primero que hizo Cevallos fue subirse a la moto y acudir al centro a ver qué había ocurrido. Entró así en una película de terror: no había electricidad y los faros de la moto iluminaban edificios caídos, gente gritando y pidiendo auxilio. Escuchó voces que avisaban de la llegada de un tsunami y se acercó al malecón (“soy hombre de mar”). Pero la única ola que se acercaba a Pedernales, dijo, era de ladrones. Saquearon almacenes y casas en la misma noche del terremoto.
Ocurrió a las 18.58 del 16 de abril; en ese momento Ecuador sufrió un temblor de 7,8 grados de magnitud durante 45 segundos; provocó 661 muertos, y la ciudad peor parada fue Pedernales: allí apenas quedaron unos pocos edificios en pie.
“Cuando yo estaba abrazado a mi tierra prometí que de mi Pedernales (pone los dedos pulgar e índice en cruz sobre su boca y los besa haciendo un ruido sonoro) jamás me iré. Mejor me muero. Nací aquí y aquí voy a morir", le contó a Arango. Esa misma noche sacó cadáveres de los escombros y de mañana, sin dormir, buscó huecos en el cementerio. Esas nuevas tumbas no tienen adornos, no tienen cruces, no tienen fechas. Algunas incluso no tienen nombre. Porque están hechas, dijo, “a la desesperación”.
Después de decenas de llamadas se quedó sin teléfono; una mala noticia en un pueblo es que al enterrador se le acabe la batería.
La relación de Froilán Cevallos con los muertos comenzó a los 17 años, cuando abrió su primer cadáver. Él habría querido ser forense, pero como sus padres no le llevaron a la escuela se fue a pedir trabajo a la morgue. “Me dediqué a andar con los muertos”, dice. Y se iba solo allí para ver el trabajo que hacían los médicos para tratar mejor, con más cariño, “a mis muertitos”.
Le llegaron a ofrecer dinero por un cadáver, algo que no sólo es delito “sino pecado”. Dijo que cuando entra un muerto está él para hacerle respetar: él sabe que los muertos le quieren. Hace años un accidente de avioneta terminó con dos mexicanos en la tierra de Pedernales; fue sonado: llevaban 1,3 millones de dólares. Hasta que se decidió el destino de los cuerpos (se les hizo la autopsia para comprobar que no llevaban droga en el cuerpo) Froilán Cevallos se ocupó de ellos, echándole cal para que no se pudriesen, pues en la morgue de Pedernales no hay cámara frigorífica.
No es su experiencia más cercana con un muerto: vive con uno.
-Yo debajo de la cama donde duermo tengo un muertito entero -le contó a Lys Arango.
Hace cuatro años se encontraba tomando unos tragos cuando a las 5.30 de la mañana escuchó unos ruidos. Se acercó al lugar de donde procedían y vio a “dos pendejos” cargando un saco enorme, así que Froilán Cevallos agarró un machete y fue tras ellos.
-A la carrera dejaron el saco tirado y se largaron en una moto. Yo lo recogí y vi que dentro había un muertito. Puros huesos. Me lo cargué al hombro. Cuando amaneció llamé a la policía judicial, a la criminalística y pudimos encontrar a la familia. Me dijeron que esto había ocurrido porque debían un dinerito, pero ellos no querían al muerto. De modo que me lo llevé a mi casa.
El muerto de Froilán Cevallos se llama Lisandro Cotera, pero en casa le llaman Don Liso. Duerme debajo de su cama y “ya es parte de la familia”.
-Tengo perro, tengo gato, tengo chancho, tengo gallinas, tengo mis muchachos, tengo mi esposa y tengo mi muerto. Él nos protege.
El planeta de los simios
Un mono con una pistola en Hellboy, de Mike Mignola.
El planeta de los simios
Perroantonio
Si el Islam fuera el problema habría que concluir que se dedica con mucho ahínco a causar víctimas entre sus propias filas. Así que debe haber otras razones.
El principal problema del mundo es que los seres humanos son básicamente animales idiotas que confunden tener inteligencia con haber aprendido a leer y escribir, sin que ello les haya llevado a entender absolutamente nada del funcionamiento de la existencia en general y de su papel individual en ella. El principal problema es que heredamos creencias y costumbres como quien hereda un hígado y lo divertido es que creemos que son «propias» y que ser fieles a ellas es una virtud a la que llamamos «coherencia».
Hay bases genéticas para que nuestro comportamiento se parezca al de los rebaños de mamíferos, aunque como especie hayamos evolucionado como un mono carnicero, violento y —lo que quizá sea el rasgo más importante— tozudo e incansable. Ningún otro animal puede dedicar toda su vida a una «causa mental», sea batir el récord de inmersión en apnea, la conversión del plomo en oro o la conversión de los infieles.
Cuando un zumbado se propone un objetivo y resulta ser lo suficientemente convincente, obcecado y tenaz, démonos por jodidos porque parte del rebaño le seguirá adonde vaya. Y el mensaje que triunfa es siempre el mismo: una vida sin preocupaciones ni obligaciones ni sobresaltos, regalada y en paz; es decir, un futuro venturoso o dos futuros venturosos, como prometían Los Luthiers a su chaparrita.
En su versión benévola, el mono desnudo se conforma con la utopía postmortem y, del mismo modo que recibe esos sellos de la compra que se pueden canjear por una sartén, va acumulando sellos ficticios de bondad esperando la resurrección de la carne en el paraíso (sin sexo para los cristianos, que como ya no necesitarán reproducirse tampoco necesitarán gozar, y con orgía perpetua y sustancias psicotrópicas para los islámicos). En sus versiones duras, la consecución de la sociedad feliz requiere ingeniería abrasiva, lo que incluye matanzas, exterminios y toda la gama de acciones cruentas que los pacíficos empleamos con la ganadería. No me voy a molestar en citar la historia porque está pasando, lo estás viendo y si no te enteras es porque eres gilipollas.
Todo lo que hacemos en la vida lo hacemos para calmar el estrés y la incertidumbre. El estrés nos levanta, nos estimula y nos da vida —y por eso lo alimentamos con sustancias o actividades de riesgo—, pero también nos agota y nada deseamos más que el descanso, el sueño y la falta de preocupaciones… para cargarnos de energía, volver a acumular estrés y desear más paz. Esa promesa cotidiana de tranquilidad, de reposo es el motor que nos mueve día a día, así que no es extraño que los más idiotas entre los idiotas sean capaces de inmolarse en sacrificio para obtener una recompensa inmediata tras la que alcanzarán la paz, la tranquilidad, el disfrute eterno… y un poco de gloria para alimentar el narcisismo.
El mono estúpido, presa de su hiperactividad, sólo busca la calma, y unos la encuentran leyendo, otros tocando el banjo, otros pintando y otros haciendo submarinismo, pero los más briosos y dominantes no se conforman con hacer macramé para calmar su ansiedad y quieren salvarnos a todos de nuestra vida miserable actual y conducirnos a un futuro venturoso, queramos o no.
Desgraciadamente, la selección natural, la selección sexual y la selección cultural del rebaño siguen prefiriendo a estos mandriles de soluciones «fáciles» y despreciando las antiutopías trabajosas que no prometen felicidad inmediata, sino complejidad, esfuerzo y trato diario y diplomático con los diferentes (que también son idiotas, como tú) con la esperanza de que no nos hagamos demasiado daño.
Incluso los que buscan elevarse de su triste condición de mono erguido siguen actuando como el viejo simio. Hace unos años, en 1995, y por estas mismas fechas, cruzó el firmamento el cometa Hale-Bopp. Un astrónomo aficionado sacó una fotografía y por una aberración óptica y porque era estúpido vio, ejem, interpretó que al cometa le seguía una nave espacial de origen extraterrestre. Unos monos del género homo dizque sapiens que se agrupaban en una secta llamada Heaven’s Gate (La Puerta del Cielo) y cuyo proyecto estúpido y contumaz consistía en evolucionar hacia seres superiores y espirituales que abandonarían la Tierra para llegar a un planeta extraterrestre donde reinaba la armonía, decidieron que era el momento. En una liturgia colectiva y previa castración de los hombres para abandonar el deseo que los ataba a los instintos animales, se suicidaron 39 personas con la esperanza de que sus espíritus llegaran hasta la nave extraterrestre que seguía al Hale-Bopp.
«Sin esperanza, con convencimiento», decía el poeta. Sin esperanza, sin convencimiento y viendo crecer las plantas y cantar al chochín. Me siento tan ajeno a las pulsiones animales de mis contemporáneos, a sus ejercicios de poder y representación, a sus «cosmovisiones» y a sus filosofías que muchas veces me pregunto qué cojones hago aquí y por qué no reacciono convenientemente a la inseminación ideológica y costumbrista. Me faltará una hormona. O un hervor. O quizá soy uno de los más idiotas entre los monos, que tampoco me atrevería a descartarlo.
Lo cual que progresan los tomates a pesar de los insectos y aunque parece estar muriéndose el limonero reverdecen el laurel y el bambú sagrado.
Primeros 'Homo sapiens', en Marruecos
Hallados en Marruecos los restos de los primeros 'Homo sapiens'
El yacimiento de Jebel Irhoud, de 300.000 años, desplaza la cuna de la humanidad al norte de África
La cuna de la humanidad se desplaza a Marruecos. Un equipo de científicos ha descubierto en el yacimiento de Jebel Irhoud restos humanos de 300.000 años, que atribuyen a los orígenes de nuestra especie. Hasta ahora, los primeros Homo sapiens aparecían de repente en la historia, como caídos en un paracaídas hace 195.000 años sobre algunos puntos de Etiopía.
El yacimiento marroquí se conoce desde 1960, cuando unos mineros se toparon con cavidades habitadas en el Paleolítico. Entonces se desenterraron varios fósiles humanos, asociados a afiladas herramientas de sílex. Los restos se dataron en 40.000 años y luego en 160.000 años. Ahora, un equipo dirigido por el paleoantropólogo francés Jean-Jacques Hublin ha hallado más fósiles humanos, incluidos fragmentos de una calavera y de una mandíbula. Una nueva datación, con las últimas tecnologías, apunta a que estas personas vivieron hace unos 300.000 años.
Los restos de Jebel Irhoud sugieren que la cara de aquellos humanos pasaría desapercibida hoy en cualquier calle. Su cráneo, sin embargo, era achatado, no alto como el de los humanos modernos. “Los llamamos Homo sapiens porque pertenecen a los orígenes de nuestro linaje. Pero no pretendemos que sean humanos modernos, gente como nosotros, porque su cerebro todavía tenía que evolucionar hasta ser como el nuestro. ¡La evolución existe!”, explica Hublin, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, en Leipzig (Alemania).
El 'atapuerca' de los 'Homo sapiens'
El antropólogo británico Chris Stringer y su colega Julia Galway-Witham lo tienen claro: los restos de 300.000 años hallados en el yacimiento de Jebel Irhoud son “los fósiles de Homo sapiens más antiguos”. En un artículo de análisis publicado en la revista Nature, Stringer y Galway-Witham, del Museo de Historia Natural de Londres, animan a revisar las actuales ideas sobre la evolución humana en África.
Los fósiles de Jebel Irhoud “pueden iluminar la evolución de nuestra especie de manera equivalente a cómo los fósiles de neandertales tempranos de la Sima de los Huesos, en Atapuerca, han proporcionado información sobre el desarrollo de los neandertales”, escriben los autores en Nature. Hace 430.000 años, al menos 28 niños y adultos quedaron sepultados en una cueva de la Sierra de Atapuerca, en Burgos. Su ADN muestra un parentesco cercano con los neandertales. Y sus restos han iluminado la vida de esta especie, prima de los sapiens.
“Homo sapiens era hasta ahora la especie sin pasado. Aparecía como de la nada en el registro fósil africano hace 200.000 años”, reflexiona la paleoantropóloga María Martinón Torres, investigadora del University College de Londres. En su opinión, el hallazgo de Jebel Irhoud “cubre un vacío bastante importante sobre el origen de Homo sapiens”. Sin embargo, es escéptica con la clasificación.
“Lo que no tengo tan claro es que podamos llamarlos Homo sapiens, porque todavía no tienen las características que definen a los humanos modernos, como el cráneo alto y el abombamiento parietal, que sí están presentes en otros Homo sapiens arcaicos, como los de los yacimientos de Qafzeh (Israel) o incluso el de Herto (Etiopía)”, expone. Para Martinón Torres, lo de Jebel Irhoud son “presapiens”, hasta que se demuestre lo contrario.
El genetista Carles Lalueza-Fox, uno de los mayores expertos mundiales en ADN antiguo, también recela de las conclusiones de Hublin. “Que haya restos parecidos a los primeros Homo sapiens no es incompatible con el hecho de que todas las estimaciones genéticas siguen situando el origen de la diversidad genética actual en unos 200.000 años”, opina.
El yacimiento de Jebel Irhoud (Marruecos), nueva cuna de la humanidad.
Como buen genetista, Lalueza-Fox, del Instituto de Biología Evolutiva de Barcelona, cree que el concepto de especie es algo arbitrario. “El panorama del ser humano en África en los albores de nuestra especie es mucho más complejo de lo que nos habíamos pensado. Probablemente coexistieron formas muy diversas con morfologías más o menos modernas junto con otras más primitivas, y sin duda por todo el continente”, hipotetiza.
El geólogo Juan Cruz Larrasoaña ha colaborado con Hublin en la reconstrucción del clima del norte de África durante el Paleolítico. “Debido a la configuración de la órbita de la Tierra, hay periodos en los que el clima del Sáhara fue más apto para la especie humana. Se expandieron los ríos y la sabana”, señala. “El Sáhara no siempre fue una barrera”, subraya Larrasoaña, del Instituto Geológico y Minero de España. “Aparecerán fósiles de edades insospechadas en lugares inesperados. Y cada hallazgo desmontará algún paradigma”, sentencia.
Antropología... etnografía, etnología, etc.
Una boda gallega
Manuel de Lorenzo
CUALQUIER CELEBRACIÓN suele tener algo que ver con lo cuantitativo. La forma de celebrar que tu equipo se ha proclamado campeón –o ha evitado el descenso, que en muchos casos es otra forma de ganar– consiste en hacer lo mismo de siempre, pero en mayor cantidad. Quedas con tus amigos en el bar, os dais más abrazos y palmaditas de lo habitual, en lugar de dos o tres copas os bebéis diecisiete por cabeza y se acabó. Se puede dar el asunto por celebrado.
Con los cumpleaños, las Navidades, las cenas de fin de curso o cualquier otro festejo ocurre lo mismo. Te reúnes para comer con tus amigos, tus seres queridos o tus compañeros de clase y, en lugar de un menú normal, pones a prueba tu estómago con tres platos y un postre. La celebración, en estos casos, se basa en comer más de lo normal. Una Nochebuena o una fiesta patronal no se celebra con una ensalada o un plato combinado. Una celebración, por lo general, es una cuestión de proporción.
Sin embargo, esta regla encuentra su excepción en las bodas. No cabe duda de que éstas descansan sobre la idea de enormidad, pero en ellas no sólo se produce una diferencia de carácter cuantitativo, sino también cualitativo. La celebración de una boda no sólo consiste en hacer lo mismo de siempre pero en mayor cantidad. Es un evento que discurre en un plano paralelo a la realidad. Se compone de momentos que, si se consideran de forma aislada, resultan extraños y disparatados, pero en el contexto de una boda todo el mundo los acepta con normalidad. Una curiosa singularidad que encuentra su máxima expresión cuando se trata de una boda gallega.
Pero en éstas, además, la cuestión de la proporción es fundamental. La semana pasada participé en la primera de las cinco a las que asistiré este año y que se sumarán a las cuatro del verano pasado y a las tres del anterior. Es indiferente. Salvo pequeños matices, todas las bodas gallegas son la misma boda. La de la semana pasada duró un poco menos de lo normal. Apenas llegó a los dos días. Comenzó por la mañana, se extendió durante toda la tarde, se prolongó por la noche y dio sus últimos coletazos al día siguiente hasta el mediodía. Una boda gallega, por definición, siempre debe tener algo de bacanal romana. Si uno se va de boda un sábado por la mañana y no despierta ya el lunes para ir a trabajar, no es una boda gallega.
Al llegar a la iglesia, un desconocido me saludó, me abrazó con fuerza y me dijo que llevaba un buen rato esperándome. Cuando le comenté que no nos conocíamos de nada puso cara de estar hallando la raíz cuadrada de dos y, entre risas, concluyó: "Perdona, es que llevo diez cañas y estoy un poco perjudicado". Diez cañas a las doce de la mañana es algo que no se entiende fuera del marco de una boda. Mientras tanto, el resto de los asistentes a la ceremonia aplaudían con rabia la llegada del novio y, unos minutos después, la de la novia, a los que se jaleaba desde los bancos y se les piropeaba a voz en grito. Si no parece la presentación de los jugadores en el All-Star de la NBA, no es una boda gallega.
Hacia el final salí a fumar y, en la puerta de la propia iglesia, uno de los invitados me invitó a unas cervezas que guardaba en una bolsa nevera en el maletero de su coche. Cuando la ceremonia terminó y nos acercamos a tomar los aperitivos previos al banquete, un invitado que estaba delante de mí en la barra le dijo al camarero: "Otro whisky con Coca Cola". Otro. No uno, no. Otro. Ese hombre se estaba tomando, como mínimo, el segundo. Si no se bebe como si al día siguiente se fuese a promulgar la Ley Seca, no es una boda gallega.
El banquete duró de tres de la tarde a diez de la noche. Cuando sirvieron los licores, eran las diez y cuarto. Por el camino se sucedieron bandejas inagotables con langostinos, zamburiñas, cigalas, centollos y vieiras –la llegada de las vieiras se anunció por megafonía y los camareros salieron de la cocina en fila india, caminando a modo de marcha militar, llevando las bandejas en alto–, cerrando el menú la lubina y el solomillo. A eso de las dos de la mañana, mientras cuatro generaciones distintas bailaban El venao, se sirvieron alrededor de cuatrocientas minihamburguesas. Un par por cabeza. Alguien me dijo en cierta ocasión que, en Galicia, un buen banquete de boda no se mide por lo que se come, sino por lo que sobra. Si después de haberte atiborrado a manjares no sigue habiendo comida para otras dos bodas más, no es una boda gallega.
En una boda normal se lanzan puñados de arroz al salir de la iglesia, se llena el coche de los novios con globos, se entregan regalos y se bailan congas durante el banquete, la novia le regala la liga a una amiga, al novio le cortan la corbata en pedazos y se la reparten entre sus amigos, se entregan las figuras de la tarta a una pareja invitándola a casarse, etcétera. Y todo esto en medio de esa especie de baile de disfraces en que suele consistir una boda –empezando por los chaqués y los vestidos imposibles y terminando por el vestido de novia: ¿quién diablos se viste así?–. Cualquier boda normal, como decía, tiene algo que ver con el surrealismo. Pero eso no es nada comparado con una boda gallega.
En la de la semana pasada había falsos paquetes de regalos de cuyo interior, de repente, salieron corriendo docenas de gallinas en estampida. Creo que con eso está dicho todo. Que alguien se lo explique a Buñuel.
Las cobijadas de Vejer
La enigmática tradición perdida que se ha convertido en emblema de Vejer
La localidad gaditana mantiene el uso de un traje castellano que solo deja al descubierto un ojo y que muchos confunden con un burka
El ojo emerge del manto negro como única y luminosa referencia de la que se oculta. “Punza y penetra”, llegó a escribir el célebre viajero Richard Ford en 1845. No le falta razón. En la tórrida tarde de agosto, la enigmática cobijada posa envuelta, en su absoluta oscuridad, ante un fulgurante y blanco callejón de Vejer de la Frontera (Cádiz). Un turista se topa con la escena. Apresurado saca el móvil y dispara fotos sin piedad, antes de perderse por la esquina satisfecho por su hallazgo. Andrea Vallejo se desprende de su manto de cobijada mayor y se hace la luz. A sus 18 años no oculta “el enorme orgullo” que le produce vestir este traje típico, convertido hoy en santo y seña de un pueblo que pelea por conservarlo como parte de su genuina imagen.
Muchos creen erróneamente que el traje de cobijada o tapada de Vejer es una suerte de burka, heredado del pasado islámico del pueblo. Así lo atribuyeron y contaron viajeros románticos como el propio Ford o reputados fotógrafos como Jean Laurent, Kurt Hielscher u Ortiz Echagüe. No les faltaban motivos para caer en tal confusión. Cuando la cobijada vejeriega se tapa con su manto negro, a juego con el color de saya, se convierte en una figura de la que solo se advierte uno de sus ojos. Hasta en su filosofía pueden trazarse similitudes. “La tapada es austera por fuera y rica por dentro, como le ocurre a nuestros patios andaluces”, reconoce Juan Begines, jefe de Protocolo del Ayuntamiento de Vejer.
Sin embargo, el origen de esta prenda que cubre a la mujer es posterior a la presencia musulmana. Se remonta a los siglos XVII y XVIII y, en ese entonces, no era patrimonio exclusivo de las vejeriegas. “Esta manera tan particular de cubrirse la cabeza fue una costumbre arraigada en los reinos peninsulares. Poco o nada tiene que ver con el mundo musulmán, ni siquiera las prendas de ambas indumentarias [por el burka] usan patrones similares”, explica Juan Jesús Cantillo, doctor en Historia y director del Museo de Costumbres y Tradiciones de Vejer.
El traje de la cobijada seguía el modelo castellano de manto y saya que, incluso, llegó al continente americano donde evolucionó hacia otros modelos de trajes, como la tapada limeña. Con él se vestían y cubrían las mujeres, con independencia de su estatus social, para sus quehaceres diarios en la calle, como explica la historiadora del Museo Nacional del Traje Irene Seco, autora del artículo ‘Por tu capricho te pusiste el manto’. Las dos prendas están confeccionadas en lana merina negra y se atan fruncidas a la cintura. Cuando la mujer se descubre, la toca cae sobre la parte trasera de la falda y deja al descubierto su forro de raso blanco. Es entonces cuando también queda a la vista una camisa del mismo color que completa el traje junto a las enaguas. Justo esta camisa -o mejor dicho, la pomposidad y cantidad de encajes que llevaba en el pasado- es la única que permitía “distinguir la condición económica y social de la portadora”, según Cantillo.
La madre de Andrea, Leonor Gutiérrez, se conoce bien cada entretela del traje de cobijada. Ella misma ha confeccionado a mano el de su hija, en el que se le han ido cuatro metros y medio de terciopelo negro para la saya y el manto y más de 12 metros de tiras bordadas para la camisa, como reconoce orgullosa. Cuando designaron a su hija como cobijada mayor de este 2017, durante las fiestas en honor de la patrona de la Virgen de la Oliva del pasado 15 de agosto, Gutiérrez sabía cómo tenía que realizarlo gracias a la tradición oral. Y eso que el traje ha pasado décadas de decaimiento y a punto estuvo de desaparecer.
“El hecho de que esto fuese un pueblo castellano de la baja Andalucía que se mantuvo aislado favoreció que el uso del cobijado se conservase”, reconoce Begines. Tanto fue así que, en Vejer y Tarifa (allí con el nombre de tapada), el traje “se convirtió a lo largo de los siglos XIX y XX en una seña de identidad local y de referente a la tradición, en buena parte, a través del tamiz de los viajeros románticos”, como apunta Seco. Pero el halo de misterio que conlleva la toca, hizo que la República lo prohibiese en 1936 ya que “podía enmascarar delitos”, como explica Cantillo.
Cuando, en la década de los 40, se quiso recuperar ya era tarde. La posguerra obligó a reconvertir las piezas en mantas, colchas y otras prendas. Hoy solo se conserva uno anterior a 1936, en el Museo Nacional del Traje de Madrid. Sin embargo, Vejer siguió ligado afectivamente a la pieza, como reconoce Begines: “Yo, con 64 años, he vivido cuando a las señoras mayores les daba pudor salir a la calle sin su cobijado, por lo que se cubrían con un pañolón”.
La localidad gaditana podría haber dejado perder la prenda castellana, pero con la llegada de la democracia, en los años 70, le dio un giro de tuerca, lo convirtió en su traje típico. Como aún así era difícil fomentar su uso, en los 90, lo vinculó a la reina y damas de las fiestas en honor de la Oliva, que pasaron a ser cobijada mayor y de honor, respectivamente. Con el reciente despunte de Vejer como destino viajero de moda, el Ayuntamiento ha convertido la figura de la cobijada en un emblema señero de la localidad: tiene una escultura (tan enigmática como las de carne y hueso) junto a las murallas de la ciudad; otra a la entrada del pueblo y los establecimientos emplean su nombre o silueta como reclamo comercial.
También es objeto de codiciado deseo entre las niñas y adultas que quieren representar a su pueblo en las fiestas y diversos actos institucionales durante todo el año. Tras ese tiempo, las siete seleccionadas en la categoría adulta e infantil guardan el traje con celo y orgullo. Así lo hará Andrea, que ya fue cobijada de honor cuando era niña y ahora vuelve a vestirse como adulta. En septiembre, se marchará fuera a estudiar Psicología y tenía claro que este verano tenía que quitarse la espinita de repetir: “Soy muy del pueblo, me gusta su historia y sus tradiciones. Me presenté como despedida de Vejer y me han acabado eligiendo como cobijada mayor. No puedo estar más contenta”.
Antropología... etnografía, etnología, etc.
Agafia Lykova durante su estancia en Tashtagol tras recibir el alta médica
Agafia Lykova, 70 años viviendo de espaldas a la civilización en Siberia
Una familia rusa se asentó en la taiga, aislada de todo contacto humano, hasta que fueron descubiertos por unos geólogos; la hija menor es la única superviviente
El clan Lykova, perteneciente a los viejos creyentes, huyó de la persecución religiosa de Stalin en 1936 en busca del aislamiento absoluto. Karp Lykova y su mujer engendraron y criaron a sus cuatro hijos, dos niñas y dos niños, en la taiga siberiana, bajo los preceptos de su religión. Construyeron un hogar a dos semanas andando (250 km.) del pueblo más cercano, Tashtagol, cerca de la frontera de Mongolia. Allí han vivido durante décadas, de espaldas a la civilización.
En medio de la desierta Siberia, en un claro cerca de las orillas del río Abakán, vive Agafia Lykova; una ermitaña de otro siglo. Sin electricidad o más transporte que sus piernas, la septuagenaria cultiva patatas y hortalizas, lanza la red de pescar y ordeña una cabra tal y como le enseñó su padre, el último en morir de los cuatro miembros de su familia, hace ya 28 años.
A mediados del siglo XVII, el líder de la Iglesia Ortodoxa Rusa, el Patriarca Nikon, introdujo reformas radicales en Rusia. Muchos creyentes no pudieron aceptar los cambios y se convirtieron en los llamados “viejos creyentes”, conservadores de una moral estricta y partidarios de la prohibición tajante de cualquier ‘pecado’ mundano: baile, alcohol, tabaco…
La familia vivió aislada sin contacto alguno con ningún ser humano más allá de ellos mismos durante 40 años hasta que un grupo de geólogos soviéticos dieron con ellos, por casualidad, en una de sus expediciones en 1978. Encontraron a cuatro personas –la madre había muerto poco tiempo después dar a luz a Agafia– viviendo como en la Edad Media y hablando una lengua que mezclaba el ruso y el antiguo eslavo, el idioma ancestral de Rusia. Fue entonces cuando se enteraron de que Stalin había muerto y que había habido una Segunda Guerra Mundial. También vieron la televisión por primera vez. Tres años más tarde, murieron los tres hermanos de un “mal resfriado”, explica Agafia en un documental de la agencia de noticias Russia Today.
Desde que murió su padre, Agafia sólo ha contado con la compañía de uno de los geólogos, Erofey Serov, que se instaló en una cabaña a 50 metros de su asentamiento hasta que murió el año pasado. La mujer, cuyas uñas negras revelan años de trabajo en el campo, y cuyos dientes oscuros denotan una higiene escasa, sobrevive gracias a mantenerse activa constantemente. Sin ello, el frío del invierno siberiano, que puede alcanzar temperaturas de 50 bajo cero, acabaría con ella.
Si bien los Lykovs vivieron de forma autosuficiente, ahora la anciana recibe un poco de ayuda de personas que quieren echarle una mano y le envían por helicóptero algunos materiales y alimentos, como por ejemplo sacos de harina. Ahora bien, los paquetes no pueden llevar códigos de barras porque Agafia, educada profundamente en la fe religiosa, afirma que “los códigos de barras son señales de la Bestia”.
“La vida mundana es aterradora. Lo peor es cuando ponen música y empiezan a bailar. Todos los que disfrutan la danza viven en la infamia”, afirma la mujer que durante 35 años conoció el mundo exterior a través de las historias que le contaba su padre y una biblia rusa ortodoxa. De nada más.
Tras el descubrimiento de su existencia, un periodista ruso escribió en los años 80 varios artículos sobre su aislamiento y la familia se convirtió en un fenómeno nacional en Rusia. Desde aquello, Agafia ha viajado menos de una decena de veces fuera de su hogar durante cortas estancias, para conocer a otros viejos creyentes o para recibir tratamiento médico. De hecho, la semana pasada viajó a la región siberiana de Kemerovo para tratarse un dolor en las piernas. Avisó por radio, su único medio de comunicación, que necesitaba ayuda y la trasladaron en helicóptero a un hospital de la zona. A principios de esta semana le dieron el alta y ahora está esperando la posibilidad de volver a casa sobre uno de los helicópteros que sobrevuelan la reserva natural. Ella prefiere el aislamiento; la familiaridad de su fría, salvaje e inmaculada Siberia.
(Agafia. El documental de RT) Agafia Lykova, 70 años viviendo de espaldas a la civilización en Siberia.
Antropología... etnografía, etnología, etc.
06 Nov 2017 ARTURO PÉREZ-REVERTE Patente de corso
Hay tópicos nacionales de todas clases: los portugueses melancólicos, los italianos caóticos, los alemanes de piñón fijo, los ingleses arrogantes, borrachos y egoístas. Y lo que quieran ustedes añadir al asunto. Muchos de esos lugares comunes son falsos, y otros —establezcan cuál o cuáles— corresponden a la exacta realidad. En España, como en todas partes, esos tópicos los tenemos en abundancia: los andaluces indolentes y graciosos, los aragoneses nobles y testarudos, los catalanes laboriosos pero lentos en sacar la cartera, y cosas así. Y uno de los más reconocidos es el de los gallegos. Me refiero a su proverbial hermetismo, magistralmente expresado en esa imagen del ciudadano al que te encuentras en la escalera y no sabes si está subiendo o bajando. O si está parado.
El otro día tuve ocasión de comprobar en carne propia que a veces los tópicos se ajustan a la más absoluta realidad. Al menos, en lo que a los gallegos se refiere. Me encontraba en Santiago de Compostela, alojado en el hotel donde lo hago cada vez que viajo allí, situado en un buen lugar de la plaza del Obradoiro, junto a la catedral. Se acercaba la hora de comer, así que cogí un paraguas y salí a dar una vuelta por una calle cercana donde abundan los restaurantes. Como animal de costumbres que soy, me encaminé directamente al que frecuento cuando estoy en esa ciudad, pero lo encontré cerrado. Me quedé indeciso, pues no conocía ninguno de los otros locales de esa calle, que son una docena. Y como en aquel momento me dolía la cabeza y necesitaba un Actrón —esos dolores de cabeza que le he prestado a mi amigo Lorenzo Falcó, y que en los años 30 él soluciona con aspirinas—, entré en una farmacia, aprovechando para pedirle al farmacéutico que me recomendase un lugar próximo. Un buen restaurante.
El farmacéutico, un tipo de mediana edad, con un acento tan gallego que parecía imitado y no real -estilo Manuel Jabois o Luis, el limpiabotas del Palace-, se me quedó mirando, inexpresivo.
—Buenos, lo que se dice buenos, hay muchos —dijo.
—Lo supongo —respondí—. Pero habrá alguno que pueda usted recomendarme.
Se rascó la cabeza.
—Hay varios, ¿eh?—comentó.
—Ya supongo.
—Unos mejores y otros no tanto, pero los hay buenos.
—Con que me diga uno es suficiente.
Volvió a rascarse la cabeza.
—El problema es que si le recomiendo uno, igual soy injusto con otros.
—Puede. Pero tengo hambre, ¿sabe?… Con uno dicho así, al azar, me las arreglo.
El farmacéutico encogió los hombros, fruncido el ceño.
—¿Prefiere carne, pescado o marisco? —inquirió.
—Me da igual —repuse esperanzado—. Lo que me apetece es comer bien.
—Es que algunos son mejores en carne, y otros en pescado y marisco.
Respiré hondo. Seis veces. O quizá fueron siete.
—A estas alturas me da igual carne que pescado. Se lo juro.
Volvió a rascarse la cabeza.
—No es lo mismo —objetó—. Porque cada uno tiene su especialidad.
Me metí el nudillo de un dedo índice entre los dientes y mordí fuerte.
—Por Dios… Dígame uno, carne o pescado. El que sea.
Se quedó pensando otro largo momento.
—Pues la verdad —concluyó— es que no me atrevo a decirle uno en concreto.
Decidí cortar por lo sano.
—¿A cuál suele ir usted?
—A veces voy a uno y a veces voy a otro.
—¿A veces?
—Depende. Unas sí y otras no. Pero casi siempre como en casa.
Me agarré al mostrador, tambaleante. La farmacia me daba vueltas.
—¿Y cuál fue el último restaurante al que fue?
—Pues fui a uno, pero no sabría decirle ahora cuál.
Estaba a punto de echarme a llorar. Saqué la cartera.
—¿Qué le debo del Actrón?
—Ocho euros con cincuenta y cinco céntimos.
Salí a la calle haciendo eses, mareado, y me metí en el primer restaurante que vi abierto. Y las cosas como son, oigan. Comí de pvta madre.
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Publicado el 5 de noviembre de 2017 en XL Semanal.
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