El revuelo causado por 'Joker' dice mucho más de lo que parece del mundo (y el cine) de hoyLa autocensura y los lloriqueos, el poco exigente cine comercial actual y el paternalismo, la doble moral... Las lecturas de las reacciones de la película de Todd Phillips han retratado nuestros problemas al enfrentarnos a la ficción. Juan Sanguino
Cuando Clark Gable se veía obligado a compartir la habitación de un motel con Claudette Colbert en
Sucedió una noche, las salas de cine se alborotaban cuando se quitaba la camisa y se paseaba con el torso al descubierto. Las ventas de camisetas interiores masculinas cayeron en picado. Era 1935 y el cine de Hollywood ejercía una influencia masiva en el estilo de vida de la población, sobre todo, gracias a una estrategia del gobierno estadounidense tras la Primera Guerra Mundial. Cuando el poder se dio cuenta de que los intelectuales, los filósofos y los artistas eran demasiado peligrosos como ídolos del pueblo, se alió con Hollywood para convertir a las estrellas de cine (maleables, vacías y, por aquel entonces, literalmente propiedades de los estudios) en los símbolos aspiracionales del pueblo: mediante cláusulas de moralidad (si daban escándalos perderían sus contratos) se controlaba su rectitud y decencia, mediante cazas de brujas se deshacían de aquellos menos afines a la ideología del Estado y mediante una asociación de empresarios denominada Academia de Hollywood se legitimaba la industria como una institución cultural a pesar de que esa organización lo único que tiene de academia es el nombre, porque su sola función es repartir premios una vez al año.
Desde entonces el cine ha sido el lugar donde el público ha peregrinado para entender el mundo, para decidir cómo vestirse, para construir su personalidad, para aprender en qué consisten las relaciones románticas, para mejorar sus maneras y para distinguir el bien del mal. En el siglo XX ir a misa los domingos fue siendo reemplazado por ir al cine cada viernes. La conversación social dominante pasó a ser “¿Has visto ya esta peli? Tienes que ver esta peli” porque, como aseguraba Gale Weathers en
Scream, la cultura pop es la política del siglo XX. Y como ocurre con cualquier religión, la única forma que tuvo la industria del cine americano de mantener su virtud fue recurriendo a la hipocresía y a la doble moral. Durante un descanso del rodaje de
Resacón en Las Vegas, Zach Galifianakis cogió un muñeco de bebé y comenzó a simular una masturbación. El director, Todd Phillips, estalló en una carcajada y exclamó “esto va a ir en la película”. Galifianakis se negó en rotundo: una cosa es que él bromee sobre la masturbación de un bebé en la vida real y otra que esté dispuesto a recrearlo delante de una cámara. Phillips no se rindió, habló con el estudio y con los padres del bebé real, y acabó rodando la escena. En
Resacón en Las Vegas Galifianakis simula una masturbación con el bebé en dos ocasiones distintas.
Esta anécdota expone la doble moral que se ha acabado asentando como la norma en Hollywood y, por extensión, en todo el mundo: la mayoría de la gente hace chistes inapropiados en privado, pero se ha extendido un acuerdo tácito de que hacerlos en público es monstruoso. El cine no representa la vida, sino una versión estilizada, manipulada y aspiracional de la vida. El problema, por tanto, no es el chiste machista/racista/homófobo en sí. El problema es quién lo escucha y qué hace con ello, porque solo parecen existir tres posibles reacciones: reírse y pasar a otra cosa, ofenderse y llamar al boicot o celebrarlo y hacer apología de su machismo/racismo/homofobia. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido con
Joker, una broma que ha despertado tres únicas reacciones, sin espacio para los matices: ha sido valorada por lo que es (una película excelente), ha sido atacada por glorificar la violencia y ha sido celebrada como el antídoto canallita contra la corrección política que está arruinando toda la diversión en el primer mundo.
La Asociación de víctimas de Aurora (el cine en el que, durante una proyección de
El caballero oscuro, la leyenda renace en 2012, un hombre mató a 12 personas) emitió un comunicado donde que expresaban su preocupación por que
Joker presentase al villano de Batman como “un protagonista con una historia de orígenes el público empatiza”, a pesar de no haber visto la película todavía porque en el mundo en el que vivimos eso ya no hace falta. “Queremos dejar claro que apoyamos la libertad de expresión, pero invitamos a Warner a unirse a nosotros en la lucha para construir comunidades más seguras con menos armas”, concluía el comunicado. El ejército americano comenzó a planificar un refuerzo en la seguridad de las salas de cine donde se proyectaría la película, los medios alertaron del peligro de un efecto llamada (mucha gente sigue creyendo que el asesino de Aurora iba disfrazado de Joker, a pesar de haber sido desmentido por la policía tajantemente: el tirador eligió esa película porque sabía que habría mucha gente en la sala) y Warner respondió con otro comunicado. “Warner cree que una de las funciones de contar historias es provocar conversaciones difíciles alrededor de asuntos complejos. Que nadie se confunda: ni el personaje ficticio Joker ni la película apoya la violencia en el mundo real. No es la intención de la película, de sus responsables o del estudio elevar a este personaje a la categoría de héroe”. En cualquier otro momento de la historia esto parecería una obviedad, pero en episodios de tensiones sociales se ha dado la necesidad de aclarar que contar una historia violenta no significa justificar la violencia: ya ocurrió en 1967 con
Bonnie y Clyde.
Como los espectadores españoles estarán comprobando este fin de semana,
Joker es un drama psicológico que busca provocar angustia y desasosiego en todos y cada uno de sus planos sin dar respiro. Su violencia, sin embargo, no es tanto explícita como latente: el protagonista es agredido por unos gamberros, pero también es vejado por su jefe, juzgado por los desconocidos en el autobús, abandonado por los servicios sociales, ignorado por aquellos que en teoría están ahí para ayudarle y humillado sistemáticamente por su propia madre. Además de la violencia terrorista que perpetra el Joker, la película retrata cómo las violencias sociales, políticas e intrafamiliares campan a sus anchas en un sistema que las permite y las alimenta para que los fuertes se sigan haciendo fuertes a costa de los débiles. Para cuando Joker empuña un arma, su agresividad no es estilizada (como la de John Wick), sino visceral porque el público sabe exactamente de dónde proviene. Y si en esos momentos tan perturbadores, en la sala de cine, un espectador se levanta con una máscara y una pistola de juguete es comprensible que el caos que se desencadenaría pudiera poner en peligro la seguridad del resto de espectadores. Ante este ambiente inquietante, la cadena de exhibición Cinesa también ha prohibido la entrada a la sala con artilugios.
Pero en 2018, sin películas sobre terroristas urbanos maquillados de payaso de por medio, hubo 323 tiroteos en Estados Unidos con un total de 387 víctimas mortales.
Joker no va a causar ninguna violencia que no estuviera ya ahí. El espectador que salga de verla planteándose liarse a tiros ya entró en esa sala con instintos homicidas. El fan que se dedica a insultar en redes sociales a todo el que cuestione la película seguro que ya ha insultado a alguien antes por cualquier otro motivo. Lo que
Joker ha conseguido es exponer una violencia sistémica que, de un tiempo a esta parte, hemos venido asimilando, normalizando e interiorizando como comunidad. Los políticos usan un lenguaje agresivo, hostil y barriobajero. Los grupos de WhatsApp de padres y madres son excusas para desacreditar a los profesores y de paso explicarles a los demás padres todo lo que están haciendo mal con sus hijos. La película no busca glorificar la violencia ni presentar a un terrorista como a un héroe, sino como resultado de un sistema podrido. Tan podrido que, en la película, Joker acaba teniendo fans. Pero esta adoración al payaso violento ha ocurrido antes en el mundo real (políticos, youtubers) que en el cine: Joker no es causa de la violencia, sino su consecuencia.
Otra cosa es que los
incel (un movimiento con varias ramificaciones cuyo nombre proviene de “involuntariamente célibes”) conviertan al Joker en su ídolo porque, como ellos, es presentado como una víctima del sistema: nada de lo que le pasa al Joker en la película es culpa suya. Otra cosa es que un tipo salga de ver la película, coja un arma y se lie a tiros. Eso solo significa que la película es moralmente compleja, algo que durante años se consideró una cualidad imprescindible en el gran cine (
Rebelde sin causa, La noche del cazador, Ciudadano Kane, Thelma y Louise, Retorno al pasado, El padrino, ¿Quién teme a Virginia Woolf?, Atracción fatal, La red social) pero que hoy provoca escalofríos entre unos productores que, al acabar el trimestre, tienen que presentar un power point a sus accionistas japoneses mostrándoles beneficios netos.
Su director, Todd Phillips, no ha hecho más que echar leña al fuego de la controversia con declaraciones como “la extrema izquierda está incurriendo en prácticas de la extrema derecha” (resulta entrañable que los americanos crean que saben lo que es la extrema izquierda, cuando lo más parecido que tienen allí es el –más o menos– socialista Bernie Sanders) o “los tíos más graciosos están abandonando la comedia porque ahora es imposible no ofender a nadie”. Estas reflexiones encajan en el carácter honesto de Phillips, uno de los pocos cineastas que se ha atrevido a criticar al sindicato de guionistas por unas reglas que le impidieron acreditarse como guionista de
Resacón en las Vegas a pesar de haberla reescrito él de arriba a abajo, pero también parecen buscar la complicidad de un tipo de espectador específico. Uno que probablemente encuentre consuelo en
Joker como una fábula cuya moraleja es “si el sistema me ha jodido, yo estoy legitimado a joder el sistema”.
Joker se ha convertido, por tanto, en un campo de batalla para todas las ansiedades de la sociedad actual y ha atizado un nervio que llevaba tres años expuesto, palpitante y supurando. Desde que el #MeToo dio lugar a la cultura de la cancelación, los opresores han empezado a verse a sí mismos como víctimas y al final todos estamos cayendo en el mismo vicio facilón: Todd Phillips insinúa que ya no se pueden hacer chistes sin que salgan los lloricas a cancelarte, cuando lo que él está haciendo en ese momento es precisamente comportarse como un llorica. Universal canceló el estreno de
The Hunt, una sátira sobre un grupo de ricos que se van de caza para matar pobres, por coincidir con el tiroteo en Dayton. Lo que esta (auto)censura preventiva parece ignorar es que la ofensa es algo imposible de controlar o contener: siempre habrá alguien que se ofenda por cualquier cosa y, si ese día está huérfano de noticias, miles de personas se subirán a la caravana de la indignación.
Teniendo en cuenta que en lo que llevamos de año se han perpetrado 337 tiroteos en Estados Unidos, ¿para qué se molestó Universal en producir
The Hunt siquiera, sabiendo que había un 6 a 1 de probabilidades de que hubiera un tiroteo durante la semana de su estreno? La autocensura, por tanto, responde más a la doble moral que a la sensibilidad real: hace dos años,
Bojack Horseman ya ridiculizó estas decisiones, movidas por la imagen corporativa y no por la integridad humana, en un episodio en el que rodaban una película de acción y se iban viendo obligados a recortar escenas para no herir la sensibilidad del público. Acababan estrenando una película de siete segundos.
La creación esta semana del
colectivo Ficcial, presentado durante el festival de Sitges, para asesorar a los guionistas españoles que tengan dudas sobre si sus guiones hacen apología del machismo, el racismo o la homofobia suena más a distopía que a progreso. Para empezar, porque siempre va a haber alguien que considere que una película es machista, racista u homófoba al no haber un manual oficial de estilo. Si ni las feministas se ponen de acuerdo en qué es y qué no es feminismo (los trajes de Cristina Pedroche en Nochevieja: ¿empoderamiento o sumisión?), ni el colectivo LGTB tiene claro en qué dirección avanzar (los Javis: ¿necesarios para la visibilidad o maricas amables que perpetúan la heteronormatividad?), ¿cómo demonios se va a alcanzar un criterio único que no ofenda a nadie?
Intentar educar al público mediante el cine es paternalista, condescendiente y, a la vista de los resultados, inútil. Cuando se estrenó Scream los cines se llenaron de gente disfrazada de Ghostface con cuchillos y a nadie le preocupó porque su violencia era lúdica, cómica y exagerada. La de Joker, sin embargo, es cruda, perturbadora y reconocible. Pero eso es exactamente lo que las mejores obras de arte han hecho siempre: remover al público, conmocionarle y hacerle plantearse cuestiones morales, sociales o políticas. El cine comercial de esta década ha buscado tan desesperadamente el mínimo común denominador, huyendo de la más remota controversia y produciendo películas inocuas, inofensivas e intrascendentes que de repente ha llegado una película con agallas y el público ha salido trastornado. Pero culpar a
Joker de la violencia sistémica que consumimos a diario y con la que nos comunicamos es como señalar a la luna y quedarse mirando al dedo: el trastorno lo traemos cada uno de casa. Nos hemos acostumbrado a vivir recibiendo insultos y amenazas, nos hemos acostumbrado a vivir con miedo y los titulares que advierten de posibles tiroteos en las salas donde se proyecta
Joker solo están alimentando el alarmismo y convirtiendo nuestro miedo en clicks y en más dinero para las multinacionales. Multinacionales como Warner, la distribuidora de la película, que va a forrarse con una película antisistema. O como la propietaria de este medio, que va a beneficiarse de los lectores que valoren, apoyen o critiquen este artículo. Lo más perverso de
Joker, por tanto, es que el discurso de su protagonista se está materializando en el mundo real.