Mensaje por Otro Gallego » Mié 04 Abr, 2012 9:35 am
En tiempos, no muy lejanos, era uso y costumbre entre los militantes del socialismo y del sindicalismo apelar a la Revolución Social para todos los menesteres de la propaganda, de la oratoria y hasta de la correspondencia privada. El abuso llegó a tal extremo, que la locución pasó a mejor vida completamente desgastada y sin provocar la más ligera protesta.
Este cambio en las costumbres no fue meramente de fórmula, como pudieran imaginarse los muchos versados en el movimiento social contemporáneo.
Más o menos, todos creíamos, a puño cerrado, que la Social estaba a la vuelta de cualquier esquina y que el día menos pensado íbamos a encontrarnos en pleno reinado de la anhelada igualdad. Andando el tiempo, la imaginación hizo plaza a la reflexión, el corazón cedió la preeminencia al entendimiento y nos fuimos dando cuenta de que por delante de nosotros había un largo camino que recorrer, camino de cultura y de experimentación, camino de lucha y de resistencia, camino indispensable de preparación para el porvenir. Y todos nos pusimos a estudiar y todos, estudiando, aprendimos a luchar, a propagar, hasta a hablar con maneras nuevas que correspondían a maduras reflexiones. El cambio en el uso de las locuciones que parecían insustituibles, respondió al cambio de las ideas y los sentimientos que, al precisarse, se hicieron más exactas y más conformes a la realidad.
Tal novedad, no lo es si se tiene en cuenta la exhuberancia de la vida en los primeros años. No hay juventud sin bellos ensueños, sin arrebatos de pasión, sin irreprimibles entusiasmos.
Es claro que, no por esto, los que hemos sido revolucionarios hemos dejado de serlo. Más que en los hechos en las palabras, la táctica revolucionaria persiste y gana aun a los que andan reacios en poner de acuerdo la conducta con las ideas. Nadie cree que la revolución sea cosa de inmediata factura, pero se labora cada vez más conscientemente por acelerar todo lo posible el advenimiento de una sociedad nueva. Y en este derrotero, las palabras son lo de menos; a veces son un estorbo, o una bobada, o una preocupación.
Hacer conciencias; dar luz, mucha luz a los cerebros; poner a compás hechos y principios; realizar, cuanto más mejor, aquella parte esencial de las ideas que nos distingue de los acaparadores de la vida; combatir sin tregua y firmemente todas las fuerzas retardatrices del progreso humano, es tráfago revolucionario de los tiempos modernos, bien saturados de ideales y de aspiraciones novísimas.
En nuestros días, las multitudes obreras actúan precisamente en este sentido. Aun cuando no estén unánimemente penetradas del ideal, como el ideal está en el ambiente y el espíritu revolucionario las ha penetrado por completo, ellas obran conscientes de su misión renovadora y van en derechura a emanciparse de todos los ataderos que las sujetan a inicua servidumbre.
¿Qué importa que la palabra revolución no este en sus labios, si la revolución esta en sus pensamientos y en sus hechos?
La certidumbre del revolucionarismo obrero, bien nos compensa de aquel extinguido uso de palabras altisonantes que no dejaban tras si rastro de provecho.
Más como en achaques sociales se dan las mismas leyes que en toda suerte de mudanzas humanas, no se extinguió la ingenuidad revolucionaria de los primeros tiempos sin dejar, como recuerdo, la mueca de la juventud pasada. Nos quedan los voceros de la revolución, los anacrónicos gritadores de oficio, los que se entusiasman y embelesan con lo grotesco, con lo vulgar y necio de las palabras y están ayunos del contenido ideal de las expresiones. Es fruto natural de la incultura sociológica o del incompleto conocimiento de los principios revolucionarios. Con el mejor deseo, con la mayor naturalidad, sanos de corazón y de pensamiento, algunos, no sabemos si pocos o muchos, no tienen de la revolución y del futuro otra idea que la violencia, las palabras fuertes, los gritos selváticos, los gestos brutales y odio, eso si mucho odio. Antójaseles que el resto es cosa de burgueses, de afeminados, o cuando más de revo¬lucionarios tibios, prontos a pasarse al enemigo. Para merecer el titulo de revolucionario es menester gritar mucho, bullir mucho, manotear y gesticular como poseídos. No discutáis un hecho por bestial que sea, por cruel, por antihumano que os parezca. Al punto os tacharán de reaccionario.
Hay en las filas revolucionarias, con distintas etiquetas, bastantes cultivadores de la barbarie. No se es revolucionario si no se es bárbaro, racista, y acusador con odio. Todavía hay muchos que piensan que el problema de la emancipación se resuelve muy sencillamente con la poda y corta de las ramas podridas del árbol social.
No digo que no sea necesaria la fuerza, que no sea fatalmente necesario podar y cortar y sajar; no digo que el revolucionarismo consista en abrir las ostras por la persuasión; pero de esto a resumir en una feroz expresión de la brutalidad humana la lucha por un ideal de justicia para todos, de libertad y de igualdad para todos, hay un abismo en el que no quiero caer.
No voceros de la revolución, sino conscientes de la obra revolucionaria, tan larga o corta como haya de ser, necesita la humana empresa de emancipación total en que andamos metidos los militantes por los ideales del porvenir.
Sin importarnos un ardite de los gritadores profesionales, apesadumbrados con los inconscientes gritadores que lealmente, sinceramente, creen servir a la revolución a voces y a manotazos, yo afirmo en mis convicciones de siempre, diciendo a todos:
¡Revolucionarios, si; voceros de la revolución, no!
Ricardo Mella
En tiempos, no muy lejanos, era uso y costumbre entre los militantes del socialismo y del sindicalismo apelar a la Revolución Social para todos los menesteres de la propaganda, de la oratoria y hasta de la correspondencia privada. El abuso llegó a tal extremo, que la locución pasó a mejor vida completamente desgastada y sin provocar la más ligera protesta.
Este cambio en las costumbres no fue meramente de fórmula, como pudieran imaginarse los muchos versados en el movimiento social contemporáneo.
Más o menos, todos creíamos, a puño cerrado, que la Social estaba a la vuelta de cualquier esquina y que el día menos pensado íbamos a encontrarnos en pleno reinado de la anhelada igualdad. Andando el tiempo, la imaginación hizo plaza a la reflexión, el corazón cedió la preeminencia al entendimiento y nos fuimos dando cuenta de que por delante de nosotros había un largo camino que recorrer, camino de cultura y de experimentación, camino de lucha y de resistencia, camino indispensable de preparación para el porvenir. Y todos nos pusimos a estudiar y todos, estudiando, aprendimos a luchar, a propagar, hasta a hablar con maneras nuevas que correspondían a maduras reflexiones. El cambio en el uso de las locuciones que parecían insustituibles, respondió al cambio de las ideas y los sentimientos que, al precisarse, se hicieron más exactas y más conformes a la realidad.
Tal novedad, no lo es si se tiene en cuenta la exhuberancia de la vida en los primeros años. No hay juventud sin bellos ensueños, sin arrebatos de pasión, sin irreprimibles entusiasmos.
Es claro que, no por esto, los que hemos sido revolucionarios hemos dejado de serlo. Más que en los hechos en las palabras, la táctica revolucionaria persiste y gana aun a los que andan reacios en poner de acuerdo la conducta con las ideas. Nadie cree que la revolución sea cosa de inmediata factura, pero se labora cada vez más conscientemente por acelerar todo lo posible el advenimiento de una sociedad nueva. Y en este derrotero, las palabras son lo de menos; a veces son un estorbo, o una bobada, o una preocupación.
Hacer conciencias; dar luz, mucha luz a los cerebros; poner a compás hechos y principios; realizar, cuanto más mejor, aquella parte esencial de las ideas que nos distingue de los acaparadores de la vida; combatir sin tregua y firmemente todas las fuerzas retardatrices del progreso humano, es tráfago revolucionario de los tiempos modernos, bien saturados de ideales y de aspiraciones novísimas.
En nuestros días, las multitudes obreras actúan precisamente en este sentido. Aun cuando no estén unánimemente penetradas del ideal, como el ideal está en el ambiente y el espíritu revolucionario las ha penetrado por completo, ellas obran conscientes de su misión renovadora y van en derechura a emanciparse de todos los ataderos que las sujetan a inicua servidumbre.
¿Qué importa que la palabra revolución no este en sus labios, si la revolución esta en sus pensamientos y en sus hechos?
La certidumbre del revolucionarismo obrero, bien nos compensa de aquel extinguido uso de palabras altisonantes que no dejaban tras si rastro de provecho.
Más como en achaques sociales se dan las mismas leyes que en toda suerte de mudanzas humanas, no se extinguió la ingenuidad revolucionaria de los primeros tiempos sin dejar, como recuerdo, la mueca de la juventud pasada. Nos quedan los voceros de la revolución, los anacrónicos gritadores de oficio, los que se entusiasman y embelesan con lo grotesco, con lo vulgar y necio de las palabras y están ayunos del contenido ideal de las expresiones. Es fruto natural de la incultura sociológica o del incompleto conocimiento de los principios revolucionarios. Con el mejor deseo, con la mayor naturalidad, sanos de corazón y de pensamiento, algunos, no sabemos si pocos o muchos, no tienen de la revolución y del futuro otra idea que la violencia, las palabras fuertes, los gritos selváticos, los gestos brutales y odio, eso si mucho odio. Antójaseles que el resto es cosa de burgueses, de afeminados, o cuando más de revo¬lucionarios tibios, prontos a pasarse al enemigo. Para merecer el titulo de revolucionario es menester gritar mucho, bullir mucho, manotear y gesticular como poseídos. No discutáis un hecho por bestial que sea, por cruel, por antihumano que os parezca. Al punto os tacharán de reaccionario.
Hay en las filas revolucionarias, con distintas etiquetas, bastantes cultivadores de la barbarie. No se es revolucionario si no se es bárbaro, racista, y acusador con odio. Todavía hay muchos que piensan que el problema de la emancipación se resuelve muy sencillamente con la poda y corta de las ramas podridas del árbol social.
No digo que no sea necesaria la fuerza, que no sea fatalmente necesario podar y cortar y sajar; no digo que el revolucionarismo consista en abrir las ostras por la persuasión; pero de esto a resumir en una feroz expresión de la brutalidad humana la lucha por un ideal de justicia para todos, de libertad y de igualdad para todos, hay un abismo en el que no quiero caer.
No voceros de la revolución, sino conscientes de la obra revolucionaria, tan larga o corta como haya de ser, necesita la humana empresa de emancipación total en que andamos metidos los militantes por los ideales del porvenir.
Sin importarnos un ardite de los gritadores profesionales, apesadumbrados con los inconscientes gritadores que lealmente, sinceramente, creen servir a la revolución a voces y a manotazos, yo afirmo en mis convicciones de siempre, diciendo a todos:
¡Revolucionarios, si; voceros de la revolución, no!
Ricardo Mella