Mensaje por Invitado » Jue 13 Dic, 2012 5:05 am
Una lengua para dominarlas a todas“En suma, la Castilla primitiva en su lenguaje, lo mismo que en la política y en la guerra, lo mismo que en el derecho, se adelantaba a cumplir una evolución que estaba destinada a triunfar. Iba guiada por un fino sentido selectivo que atinaba pronto con aquellas formas que más tarde prosperarían también espontáneamente en los dialectos circunvecinos [...]”. Son palabras de Ramón Menéndez Pidal, considerado el fundador de la filología española, en uno de sus libros sobre el origen del castellano. Así pues, según este autor, el viejo condado, y luego reino, de Castilla se sitúa a la vanguardia del lenguaje, la política, la guerra y el derecho peninsulares porque ese era su destino y, en lo relativo exclusivamente al lenguaje, porque tenía una sensibilidad especial para escoger las variedades (o formas) de las palabras más innovadoras, que luego tomarían las lenguas vecinas.
Hoy quiero hablar del nacionalismo lingüístico, y en concreto pondré el foco en el nacionalismo castellanista o españolista. Existen varios argumentos con los que se ha pretendido, y se pretende, justificar la preeminencia de la lengua castellana sobre las demás lenguas de nuestro país. Pero hoy me centraré en el que considero más peligroso de ellos, que consiste en que la propia lengua castellana tendría un inherente carácter innovador, rebelde y discordante que explicaría el éxito de su expansión en forma de cuña invertida, absorbiendo a su paso las lenguas de su alrededor: el asturleonés y el navarroaragonés. Este es el argumento esgrimido por Menéndez Pidal, predominante en el ámbito académico hasta hace unos años. Considero que es el argumento más peligroso de todos porque está revestido de un supuesto rigor lingüístico que no es tal; defender que objetivamente el castellano posee las cualidades más adecuadas para convertirse en la lengua mayoritaria en nuestra península, e incluso en otros lugares del mundo, me parece un error, y muy grave.
Pues bien, veamos qué datos sustentan esta idea. Menéndez Pidal expone que la lengua castellana siempre adopta una solución más innovadora, lo que la separaría de las demás lenguas romances peninsulares, las cuales serían más conservadoras o más cercanas al latín. Así, por ejemplo, el castellano pierde la
f- inicial latina:
hacer, frente al catalán
fer o el gallego
facer (del latín
facěre). Los demás argumentos de este autor también son de índole fonética y, en efecto, parece que la lengua castellana suele alcanzar una solución más avanzada y a veces incluso desconocida para las demás lenguas peninsulares. Ahora bien, el castellano no siempre sigue la pauta de la innovación; por ejemplo, existe un tipo de diptongación vocálica, en cuyos detalles no entraré para no aburrir al lector, que no se da en castellano:
ojo, noche, hoja, y sí se da en leonés:
ueyo, nueche, fueya, o en aragonés:
uello, nueite, fuella (del latín
ocŭlus, nocte, folĭa, respectivamente). En este punto, Menéndez Pidal, aunque reconoce que el castellano adopta una solución más conservadora, reinterpreta que dicha lengua impone su modalidad sobre las demás: el castellano aquí no es innovador, pero sigue siendo excepcional. Pero hay más: por ejemplo el gallego pierde la
-l- y
-n- intervocálicas:
ceo, lúa (del latín
caelum, luna, respectivamente), frente al castellano
cielo, luna; y el catalán pierde la
-n final:
educació (del latín
educationis), frente al castellano
educación. Aquí no cabe ninguna reinterpretación: estas lenguas adoptan una solución más innovadora que el castellano y dicha innovación es exclusiva de ellas. Podríamos seguir aportando más ejemplos y al final constataríamos que no siempre el castellano se acoge a la solución más avanzada o alejada del latín. La argumentación de Menéndez Pidal, por tanto, es parcial, porque aduce unos argumentos y elude otros. En cualquier caso, aun aceptando que en otros casos el castellano sí es la lengua peninsular más innovadora, esto solo se daría en el nivel fonético, pero no se ha demostrado que también se dé en la sintaxis, la morfología o el léxico.
Y desde luego el carácter relativamente innovador del castellano en la fonética no explica su expansión por la península ibérica. Más bien deberíamos tener en cuenta las diversas vicisitudes históricas, políticas y militares que acompañaron a la corona de Castilla. Por cierto, las investigaciones más recientes, véase por ejemplo el discurso de ingreso en la Real Academia Española de Inés Fernández-Ordóñez, parecen indicar que el castellano no se expandió como una cuña invertida, absorbiendo el leonés y el aragonés a su paso, sino que estas lenguas fueron el centro de numerosas innovaciones que adoptó el propio castellano. A la luz de todos estos datos, decir que Castilla “se adelantaba a cumplir una evolución que estaba destinada a triunfar” carece de todo rigor lingüístico; se trata de una argumentación basada en un prejuicio lingüístico, el prejuicio del nacionalismo castellano, el cual se transmitía en las universidades españolas hasta hace no muchos años. Y con esto no pretendo enjuiciar a Menéndez Pidal, puesto que este autor no es más que otra pieza del puzle de una Europa imbuida, sobre todo antes de la II Guerra Mundial, de un espíritu marcadamente nacionalista. En palabras de Fernández-Ordóñez, Menéndez Pidal “obró, documentó e interpretó como un intelectual de su tiempo, igual que hoy actuamos e interpretamos de acuerdo con el tiempo que nos ha tocado en suerte vivir”. Y yo añado que su papel fue fundamental en el surgimiento y desarrollo de la filología española.
En los últimos años las investigaciones en lingüística han concluido que no existe una lengua que sea intrínsecamente más apta que otra. Alguna vez he leído que el sencillo sistema de cinco vocales del español, a veces calificado de sistema perfecto, explica que se expandiera por otros territorios con suma facilidad. Pero el euskera tiene las mismas cinco vocales y no se habla más que en algunas zonas de España y Francia; por otra parte, doce (al menos) son las vocales del inglés, que se ha convertido en una lengua de comunicación internacional. No puede soslayarse, pues, que el inglés y el español deben su expansión más allá de las fronteras de Inglaterra y España a los procesos históricos, bélicos, migratorios, etc., en los que han intervenido estos países.
Lingüística: una disciplina científica, y
nacionalismo: ¿un sentimiento?, ¿una ideología? En fin, dos conceptos antagónicos que conviene mantener siempre separados.
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“En suma, la Castilla primitiva en su lenguaje, lo mismo que en la política y en la guerra, lo mismo que en el derecho, se adelantaba a cumplir una evolución que estaba destinada a triunfar. Iba guiada por un fino sentido selectivo que atinaba pronto con aquellas formas que más tarde prosperarían también espontáneamente en los dialectos circunvecinos [...]”. Son palabras de Ramón Menéndez Pidal, considerado el fundador de la filología española, en uno de sus libros sobre el origen del castellano. Así pues, según este autor, el viejo condado, y luego reino, de Castilla se sitúa a la vanguardia del lenguaje, la política, la guerra y el derecho peninsulares porque ese era su destino y, en lo relativo exclusivamente al lenguaje, porque tenía una sensibilidad especial para escoger las variedades (o formas) de las palabras más innovadoras, que luego tomarían las lenguas vecinas.
Hoy quiero hablar del nacionalismo lingüístico, y en concreto pondré el foco en el nacionalismo castellanista o españolista. Existen varios argumentos con los que se ha pretendido, y se pretende, justificar la preeminencia de la lengua castellana sobre las demás lenguas de nuestro país. Pero hoy me centraré en el que considero más peligroso de ellos, que consiste en que la propia lengua castellana tendría un inherente carácter innovador, rebelde y discordante que explicaría el éxito de su expansión en forma de cuña invertida, absorbiendo a su paso las lenguas de su alrededor: el asturleonés y el navarroaragonés. Este es el argumento esgrimido por Menéndez Pidal, predominante en el ámbito académico hasta hace unos años. Considero que es el argumento más peligroso de todos porque está revestido de un supuesto rigor lingüístico que no es tal; defender que objetivamente el castellano posee las cualidades más adecuadas para convertirse en la lengua mayoritaria en nuestra península, e incluso en otros lugares del mundo, me parece un error, y muy grave.
Pues bien, veamos qué datos sustentan esta idea. Menéndez Pidal expone que la lengua castellana siempre adopta una solución más innovadora, lo que la separaría de las demás lenguas romances peninsulares, las cuales serían más conservadoras o más cercanas al latín. Así, por ejemplo, el castellano pierde la [i]f-[/i] inicial latina: [i]hacer[/i], frente al catalán [i]fer[/i] o el gallego [i]facer[/i] (del latín [i]facěre[/i]). Los demás argumentos de este autor también son de índole fonética y, en efecto, parece que la lengua castellana suele alcanzar una solución más avanzada y a veces incluso desconocida para las demás lenguas peninsulares. Ahora bien, el castellano no siempre sigue la pauta de la innovación; por ejemplo, existe un tipo de diptongación vocálica, en cuyos detalles no entraré para no aburrir al lector, que no se da en castellano: [i]ojo, noche, hoja[/i], y sí se da en leonés: [i]ueyo, nueche, fueya[/i], o en aragonés: [i]uello, nueite, fuella[/i] (del latín [i]ocŭlus, nocte, folĭa[/i], respectivamente). En este punto, Menéndez Pidal, aunque reconoce que el castellano adopta una solución más conservadora, reinterpreta que dicha lengua impone su modalidad sobre las demás: el castellano aquí no es innovador, pero sigue siendo excepcional. Pero hay más: por ejemplo el gallego pierde la [i]-l-[/i] y [i]-n-[/i] intervocálicas: [i]ceo, lúa[/i] (del latín [i]caelum, luna[/i], respectivamente), frente al castellano [i]cielo, luna[/i]; y el catalán pierde la [i]-n[/i] final: [i]educació[/i] (del latín [i]educationis[/i]), frente al castellano [i]educación[/i]. Aquí no cabe ninguna reinterpretación: estas lenguas adoptan una solución más innovadora que el castellano y dicha innovación es exclusiva de ellas. Podríamos seguir aportando más ejemplos y al final constataríamos que no siempre el castellano se acoge a la solución más avanzada o alejada del latín. La argumentación de Menéndez Pidal, por tanto, es parcial, porque aduce unos argumentos y elude otros. En cualquier caso, aun aceptando que en otros casos el castellano sí es la lengua peninsular más innovadora, esto solo se daría en el nivel fonético, pero no se ha demostrado que también se dé en la sintaxis, la morfología o el léxico.
Y desde luego el carácter relativamente innovador del castellano en la fonética no explica su expansión por la península ibérica. Más bien deberíamos tener en cuenta las diversas vicisitudes históricas, políticas y militares que acompañaron a la corona de Castilla. Por cierto, las investigaciones más recientes, véase por ejemplo el discurso de ingreso en la Real Academia Española de Inés Fernández-Ordóñez, parecen indicar que el castellano no se expandió como una cuña invertida, absorbiendo el leonés y el aragonés a su paso, sino que estas lenguas fueron el centro de numerosas innovaciones que adoptó el propio castellano. A la luz de todos estos datos, decir que Castilla “se adelantaba a cumplir una evolución que estaba destinada a triunfar” carece de todo rigor lingüístico; se trata de una argumentación basada en un prejuicio lingüístico, el prejuicio del nacionalismo castellano, el cual se transmitía en las universidades españolas hasta hace no muchos años. Y con esto no pretendo enjuiciar a Menéndez Pidal, puesto que este autor no es más que otra pieza del puzle de una Europa imbuida, sobre todo antes de la II Guerra Mundial, de un espíritu marcadamente nacionalista. En palabras de Fernández-Ordóñez, Menéndez Pidal “obró, documentó e interpretó como un intelectual de su tiempo, igual que hoy actuamos e interpretamos de acuerdo con el tiempo que nos ha tocado en suerte vivir”. Y yo añado que su papel fue fundamental en el surgimiento y desarrollo de la filología española.
En los últimos años las investigaciones en lingüística han concluido que no existe una lengua que sea intrínsecamente más apta que otra. Alguna vez he leído que el sencillo sistema de cinco vocales del español, a veces calificado de sistema perfecto, explica que se expandiera por otros territorios con suma facilidad. Pero el euskera tiene las mismas cinco vocales y no se habla más que en algunas zonas de España y Francia; por otra parte, doce (al menos) son las vocales del inglés, que se ha convertido en una lengua de comunicación internacional. No puede soslayarse, pues, que el inglés y el español deben su expansión más allá de las fronteras de Inglaterra y España a los procesos históricos, bélicos, migratorios, etc., en los que han intervenido estos países.
[i]Lingüística[/i]: una disciplina científica, y [i]nacionalismo[/i]: ¿un sentimiento?, ¿una ideología? En fin, dos conceptos antagónicos que conviene mantener siempre separados.